Jade May Hoey

1974-2004

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5.10.04

Una de amores improbables

Los juntó el azar (¿o será mejor pensar que existe una mano invisible capaz de precisar cuáles son los cauces que deben reunirse?) aunque esa posibilidad no haya sido anudada con las esperanzas que barajaban cuando adolescentes. Si se piensa en lo que habrá sido crecer en los confines opuestos del imperio, llamando con distintos nombres al mismo ayuno, encontrarse es un milagro, la concreción de una posibilidad infinitésima. Y mañana, si es que hay mañana, siempre fue lejos y por eso los sueños siempre tuvieron forma de barcos, el ruido del tren, la soledad vertiginosa de los aeropuertos y las más de las veces fue un fundado temor el encargado de tomar por asalto las maletas y el plan se desbarrancaba como un rayo y vuelve la noche, la noche habitando la piel, los rincones, las charlas con papá.
Y el uno llega de apuro, siguiendo a un amo que es la mar de los problemas y el otro que un día pensó que sería preferible la campiña de rodillas antes que las cumbres de pie y los porqués dejan de importar si el dónde es un pálido edificio de la Eliot St. Y quizá en el ascensor la parsimoniosa temblorosa de uno se tropezó con la seguridad dueña de casa del otro y el ascensor que creyó oportuno descomponerse de improviso y se precipita la escalera, el socorro ante el abultado peso de las cajas del supermercado, la puerta franqueada por el extraño cómplice que ha tenido sus llaves desde siempre, y el vino bebido de una misma copa y a la hora en que la tarde fallece, cada cual volver a lo suyo.
Dos idiomas diferentes como mundos apenas reunidos por un puñado de palabras de las más usuales, las que fatigan todos los que son nuevos en esa lengua, que dicho de otro modo son el mojón del que agarrarse, y qué hay en adelante si ese mojón les queda tan cerca que es lo único que tienen a mano antes de aventurarse en la profunda tiniebla más profunda y más tiniebla por ser nueva y acaso un vendedor de flores viéndolos detrás de un vidrio debajo de la marquesina, sonriendo de saberlos extraños, unidos por la punta de los dedos, tejiendo a cuatro manos un abrigo hecho de pequeños guiños, golpes aterciopelados, silencios contemplativos, uniendo los extremos del precipicio con tablones tan angosto como para caminarlo en puntas de pie. Y él, que poco ha hecho de su vida más que vender vestigios de la primavera marchita a quien lo necesitase, siente que es hora de agasajar a las raíces de la primavera, les da una flor, los saluda con una reverencia, los ve irse y piensa que están a salvo de la palabra, la que insulta.

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