para el lunario/3
De mirarse tanto al espejo acabó por odiarse. En él la veía y ella era una mueca pálida. Barbita rala, nariz prominente, boca inexpresiva, todo remitía a ella. No alcanzaba el bosque negro ni el ceño fruncido. Era ella la que usurpaba cada pestañeo, cada respiración. Antes del final creyó conveniente urdir un plan: escribiría cortésmente las explicaciones, afilaría su navaja, la hincaría en los contornos y se la quitaría de encima para siempre. Si quedasen energías, las emplearía en perforar el caño maestro y después a esperar. Al tomar la lapicera sintió como nunca antes la latitud del pecho. Ya no llegaría al espejo para mirarla por última vez. Prefirió escribir. Y escribió. Dichoso el que parte sin nostalgias aunque no sepa donde va. |
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