Jade May Hoey

1974-2004

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29.10.04

Carta a un militante

Querido tío:
En primer lugar te adeudo una disculpa de las grandes. Este 27 debí estar a la altura de los treinta años que han pasado (treinta ya!) y sin embargo las energías que debí poner en esta redacción las destiné a nimiedades domésticas que han usurpado mi presente: llegar a fin de mes, adoctrinarme en quiebras, elaborar un plan para ponerme al frente de eso que ya te habrán contado.


Sin embargo no vayas a creer que mi morosidad en la escritura empaña el sentimiento, muy por el contrario. Algo de vos se ha colado en estos días sin que yo me lo proponga.


Te parecerá mentira, pero me he visto obligado a reaccionar ante los anónimos que censuran que use mi nombre al pie de lo que escribo. Es que los tiempos han cambiado y por lo visto es poco lo que hemos aprendido de ustedes.


Poca gente sabe -y te aclaro que hoy la ignorancia es un derecho adquirido y defendido por los supremos intérpretes de la Constitución- que un nombre es mucho más que el apelativo al que respondemos cuando nos gritan por la calle.


Este apellido tuyo y mío, que sabe de hambres y de guerras, que no ha mutado ante los exilios ni las borrascas, conserva una memoria que dentro de lo que se puede trato de preservar tal como la heredé. A vos que te criaste en alemán y te tocó abrazar el castellano de campo adentro por la necesidad de integrarte a la comunidad no debo explicarte cuál es el sentido de un apellido. Quizá ellos no sepan que cuando te toca poner proa a otros lares lo primero que te roban es la lengua y con ello gran parte de tu identidad pero por hostil que fuere la ley tu apellido siempre será tu refugio.


Dejar la patria y plantar campamento en el Volga y después Brasil y después Córdoba y por último la Patagonia, la tierra baldía (octubre es el mes más cruel diría Tomasito si estuviera en mis zapatos), qué periplo, pero siempre la batallamos, brutalmente, con pocas armas, lejos de los sermones que los sabios dictan -atril o púlpito de por medio-, venerando a la madre tierra con la única oración que existe: el laburo. Y hacerlo sin nostalgia de la tierra prometida y perdida para siempre sino abrazando con sudor a la que te tocó en suerte, como un designio de ese que no tiene nombre.


Sólo a vos que sos un loquito pudo haberte nacido la vocación de alzar la voz en los años oscuros, tu voz, que es decir la de tus hermanos, los que se rompían el alma bajo el sol del desierto cuando acá no andaban ni las hormigas. Y a ellos, los que siempre han tenido la sartén por el mango qué les costaba sacarte del medio más que una bala, un disparo certero a tu centro para arrancarte a tiempo de los otros horrores que vendrían: la huelga del 75, el penal de Rawson meta submarino y picana, recordándote -como quien no quiere la cosa- que habías dejado hijos y mujer y que quién sabe si los verías de nuevo.


En aquellos años, cuando tu ausencia todavía no había tomado una forma cierta, me tocó venir a mí, como una bandera contra la muerte. El miedo era la regla y si tenías familia ponías todo en la balanza y lo menos peor era quedarte en el molde, o no tanto, como tu hermano, que se sublevó a su modo y me puso tu nombre por un arrebato que le dio en el Registro Civil. Era su modesta manera de decirles: ustedes matan pero nuestros vientres siguen pariendo.


Hoy la cosa es muy distinta, tanto que suena a fantasía contada para pasar el rato. Los fideos Barrita de oro ya han perdido su nombre. Las maquinitas prefieren un código que les resulta más amable: números, rayas. A vos te costaría entender que los hombres se resignen al mismo destino que un paquete de fideos pero es la realidad. Estos treinta años nos han hecho mella con una virulencia que no tiene nombre. El asado que se comía el albañil cada vez que embolsaba su quincena ya no es más; ahora directamente no trabajan: llenan una planillita y les dan un plástico por documento de identidad de la pobreza y a eso lo cambian por un paquete de polenta llena de gorgojos. Y lo peor es que no quieren otra cosa.


A estas alturas estarás más confundido que antes. En tu época la militancia estaba orientada a tomar conciencia de grupo; ahora estamos un peldaño más abajo en la escalera: hemos perdido el yo. Ahora si queremos decir nosotros no tenemos con qué. Primero habrá que despertarse, desperezarse y ponerse los pantalones largos. Decir yo soy, mi dignidad es mía y mi esperanza no es vivir comiendo de las sobras que me dan como limosna.


En tus años, acaso ilusoriamente, pelearon con la convicción de que había un destino mejor y que estaba al caer, a la vuelta de la esquina. Tanto que bastaba con cinchar todos para el mismo lado. Y ahí radica la razón de mi más profunda amargura. El tiempo que ha pasado nos vació de la educación necesaria para pelear por eso, nos amputó el espíritu de rebelarnos, nos acostumbró a la marginalidad aunque seamos la mayoría.


Por ahí sí, como dicen ellos, lo único que nos queda es un nombre y un apellido y nos asiste la utopía de erigir algo desde ese modesto ladrillo que nos dejaste vos con tu muerte y otros tantos miles en esa guerra multiplicada por mil, condenada al anonimato por la vocación de los que siempre se han pretendido el centro, los que han acallado las múltiples gestas cotidianas, los que nos han confinado a la sombra y nos achacan que esa ha sido nuestra elección.


Alguien tiene que decirles a las señoras revolucionarias de Barrio Norte que la revolución no es descolgar los cuadros de aquellos infaustos generales. Ni siquiera meterlos en cana. Eso no nos basta, son sólo símbolos. La batalla, la verdadera, no estos fuegos de artificio con que se deleitan los noticiarios, todavía no ha comenzado. Habrá que derramar todo el sudor y la tinta que sea necesaria y lo haremos en la fe de que nuestra sangre estará presta para cuando la llamen a comparecer.


Y no sabés las ganas que tengo de brindar con vos, con vino barato, como antes, a tu salud, a la mía y a la de los que no van a claudicar en la defensa del yo, de lo mío, de lo nuestro, aunque lo que nos quede de vida no alcance más que para dejar testimonio de la lucha. Y no me olvido de los tibios: sus batallas no nos pertenecen, pero si se ponen en el medio también van a cobrar.
Perdoná estas patas de araña y la redacción enredada. Hacé de cuenta que es una carta militante, escrita a vuelapluma.


Salú, tío. Jorge.

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