Jade May Hoey

1974-2004

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15.10.04

para el lunario/4

dentro del vientre
un prado en flor era su lecho
y el ombligo el sol
Era en abril, Jorge Fandermole


La campiña enamoraba a la vida licenciosa. El amor libre no era un ítem en el temario de los sociólogos. La carne mandaba a la razón y los días eran intensos. Allí las medias tintas eran la utopía.
La bendición de los hijos caía como la lluvia, siempre a tiempo y a nadie importaban las previsiones. No sería dios el que le daría un pan al recién nacido sino la vocación de intensidad, la abolición de lo efímero.
Fiona era una de esas muchachas suaves como el alba, muy delgada, pálidamente bella. Había alumbrado ya tres hijos pero seguía enamorada enfermizamente de su esposo como cuando eran novios. En realidad, seguían siéndolo y se amaban sin temor donde les viniera en gana y cada vez que las hormonas tocaran la puerta.
Pero esta vez era distinto. Paraísos artificiales habían debilitado la salud de Fiona y ya este mundo no le era suficiente. La noticia del embarazo no causó escozor en sí misma pero planteó un interrogante inesperado: ¿y ahora cómo?
En el gabinete celestial hay una cartera que se encarga de la protección de los niños. A ellos jamás podría pasarles nada que no estuviese previsto expresamente. El resto de los peligros era el distrito de la guardia celestial. Algo de eso fue lo que condujo en brazos a Fiona hasta la séptima luna. Ningún médico la había revisado hasta entonces. Temía que le quitaran su niño si se diera la alerta de que la heroína no era ella sino su alimento.
El primer amanecer de julio sintió los dolores. El niño creía que ya era hora de irrumpir en la familia con su bendito recado. Para la ocasión se reunió toda la familia, incluso los tíos más viejos, los que vivían en la campiña pegada al lago, allende el poeta. Y fue niña y al salir se encontró con una fiesta, llena de cánticos que le anunciaban la delicia de este mundo y celebraban el esfuerzo de la madre capaz de soportar en tan pocos kilos tamaña empresa.
Cuando pudo decir algo, los sorprendió:
-Ay, ay, llévenme al baño.
Nadie le hizo demasiado caso hasta que alzó más la voz.
-Les digo que me cago, carajo.
Y el asombro los dejó sin palabras a punto tal de que la deposición se impuso por si sola, como si de la verdad se tratase. Unos ojos de un verde cegador vieron la luz y una boca de caramelo dio el primer grito. Y todos rieron y cantaron, menos Fiona que estaba exhausta.

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