Jade May Hoey

1974-2004

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6.3.07

La señorita Roldán/5

El padre, gran muchacho, era uno de esos grandes proyectos de vida que tienen la desgracia de encontrarse con dos pibes antes de cumplir los veinte años, y no es que los críos en sí, ni la mujer o las mujeres que los traen al mundo, sean propiamente una desgracia, sino que la vida pide decisiones vertiginosas que uno no está en situación de tomar. No a los veinte años, quién sabe a los treinta. Ya no es libre. Qué importa que tenga un palmarés de maravillosas calificaciones en la escuela, un puñado de fieles amigos, muchos sueños y la vida toda por delante. Ya está. Uno se ató de pies y manos. Quizá con el primero, a lo mejor, pero el segundo es un golpe que hace realidad todos los fantasmas. Se crece de golpe. O no se crece nunca.
Qué importaba si no la quería demasiado. ¿No dicen contigo, pan y cebolla? ¿Justo pan y cebolla? ¿No se podrá dar a cambio algo de pan o algo de cebolla con tal de matizar la frugalidad con otro sabor? Fue contigo, pan y cebolla mientras duró y hubieron otros dos chicos en común. Mirta era una gran mujer. Puso el hombro cada vez que hizo falta y esto es algo más que una frase de fórmula, aunque hace veinte años tal vez la cosa era diferente. La mujer, incluso ella, sus ojos verdes nunca del todo marchitos, era educada para criar muchos hijos. Lejos se vivía de otro ideal de autorrealización que no fuese ése y caramba que le rendían honores.
La búsqueda de ese otro sabor, era previsible, años después lo llevó, incluso a él, que tan buen muchacho era, a las primeras infidelidades. No fue con cualquiera, claro que no. Fue con una experta. Adela era experta en el toco y me voy, pero algo de él la prendó de un modo que el rumor del barrio creyó definitivo. Adela, experta y todo, jamás, ni siquiera viviendo en pareja con él, pudo desprenderse del apellido de quien fuera su marido. El, ni siquiera viviendo con una mujer que tenía el apellido de otro, pudo olvidarse de Mirta, de sus cuatro hijos, de la cosquilla en el estómago de aquella vez, cuando todavía sin cumplir los veinte años, supo que el atraso que lo tenía con Jeús en la boca era tan definitivo como una muerte.
Ale y el Gallego siempre rivalizaron con eso. Cada vez que por alguna circunstancia se enfrascaban en alguna discusión que amenazaba no tener fin, Ale le decía al Gallego: andá, a vos no te querían. Lo decía con suma firmeza. Como si a él lo hubieran querido como ninguna otra cosa en el mundo.
*
cuatro / tres / dos / uno

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