Jade May Hoey

1974-2004

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23.5.07

El adjunto

No tuvimos suerte con la mesa de entradas. Bah, más que mesa de entradas era un departamento cadetazgo. Cuando yo llegué, nadie ocupaba ese cargo. Daba la impresión de que se las arreglaban colaborando entre todos, o bien que nunca habían tenido necesidad de tener un cadete. Es así: cuando una oficina pública cuenta a su disposición con un solo vehículo se está a la buena voluntad del jefe. Y a veces, aunque Ud. no lo crea, hay jefes accesibles, que sueltan la llave del bólido con suma facilidad y se sienten los mejores. Y son los mejores o, si no lo son, al menos no obstruyen el trabajo de los que no son jefes.
Pero los nuevos aires requerían de alguien que se siente en la mesa de entradas. Era un pequeño escritorio, bien pegado a la puerta. Creo que nadie quería sentarse en él por eso mismo. El chiflete, en otoño, invierno o primavera, no es algo que se tolere así nomás. Encima estaba el teléfono, una pequeña centralita telefónica desde la que había que derivar las llamadas entrantes. No era tarea muy compleja, había sólo ocho internos, cada uno de los cuales, en la mismísima botonera, tenía asignado un nombre propio: Rodolfo, Luis, Jorge, hasta que llegué yo y hubo dos Jorges, pero nadie se hizo mucho problema porque yo no estaba ahí para recibir llamados. Eso me creía yo!
La jefa pronto consiguió a alguien. Era una mujercita de breve estatura, con el pelo cortado a lo varón. Sus ojos impactaban, yo he creído siempre que por su brillo, pero estaba loca. Eso me dijeron, pero en ese tiempo no me pasaba por la cabeza que pudiera haber tanto loco suelto, y mucho menos que trabajara en la administración del estado. Ya lo ven: todo un ingenuo. Esta señora, que bien pudo llamarse Alicia, Adela, Luisa o algún nombre por el estilo, duró poco. Por tres meses se le hizo el contrato, como a casi todos en esa época, y simplemente no se le renovó. Quién la trajo, le pregunté una vez, cuando ya era decisión tomada la censantía, y la jefa me dijo: me la mandó el ministro, no sé qué se cree ese tipo.
Ya la señora había dejado de interesarnos, pero habida la vacancia, urgía cubrirla. Quiero un varoncito, me decía la jefa, como si me hablase de un bebé por encargar, que de paso nos sirva de chofer, no? Yo, que en esos tiempos era el hombre de consulta y que nunca supe conducir, me vi obligado a decir que sí, mesa de entradas y chofer. Un chofer, dijo ella, y se metió en su covacha. No me lo diría hasta la semana siguiente, pero ya tenía en mente al varoncito que se ocuparía del hueco en la mesa de entradas.
Era un flaco larguirucho, el hijo de fulano de tal, solía decir. Vestía de modo sencillo y apenas si se defendía atendiendo el teléfono. No es que fuera torpe, nada de eso, sino que le faltaba algo que en el campo no se estila: la diplomacia, pero, para nuestro asombro, el pibe en un par de meses empezo a tomar vuelo. Atendía el teléfono y no derivaba las llamadas, al punto que, a sus espaldas, comenzamos a llamarlo el adjunto. Siempre nos quedó la duda sobre si el adjunto le aceitaba los patines a la jefa. Podía ser tanto como no ser. Se lo veía inocente. Las nuevas ínfulas le quedaban mal, tanto como esa hoja manuscrita que le había pegado al auto. La mano de apariencia parkinsioniana había dibujado algo parecido a "vehículo oficial". Según él, gozaba de total impunidad en el tránsito. Es posible.
Mañas como esa, estoy seguro, las había heredado. Aunque su madre era una muy modesta empleada de maestranza en una escuela, su padre, aunque chofer, se codeaba con lo más granado de la política local. El tipo tenía su pinta, sus kioscos, su arrastre. Por eso es que no nos cuajaba el asunto de los patines de la jefa. Si había alguien que le bajaba la caña, ése era el padre del adjunto.
Una a una, las etiquetas pegadas en el intercomunicador fueron remplazadas. Los directores caían en desgracia como si tal. El único firme era el mesa de entradas/ telefonista/ chofer/ eventual aceitador de patines. Nadie se había dado cuenta, pero el tipo era una especie de mayordomo negro. Asistía a todas las conversaciones, muy pocas veces decía algo y eso era lo justo, jamás se reía. Sólo reportaba a la jefa. Los demás, apenas agarrados del pincel, nos mofábamos de él y hacíamos en su delante chistes que suponíamos él nunca entendería. Qué iba a entender si era un pobre negrito, hijo de portera de escuela. Pero, nobleza obliga, el tipo la hizo bien: nos la mandó a guardar.

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