Jade May Hoey

1974-2004

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2.3.07

La señorita Roldán/3

Un día se acabaron los festejos. Fue silencioso, como quien no quiere la cosa. Nadie dice listo, se acabó, basta de despedirnos, vámonos, váyanse, aunque eso no sería del todo malo. Quizá sería útil para desprenderse de la maldita esperanza de que algo pase en medio, algo que vuelva las cosas a su lugar, que ellos no se vayan, que nosotros, los que nos quedamos, no tengamos que lidiar de sopetón, de golpe y porrazo, con este golpe del desierto en las aulas.
Sí, acabamos por fusionar a las diferentes divisiones. La convivencia se forzaba. Aquellos compañeros que habíamos preferido no lo fueran ahora estaban sentados entre nosotros. Alguna vez, a propósito de mi cabeza dispersa que sólo pensaba en jugar a la pelota, yo pensaba en lo bueno que hubiese sido convidarlo a nuestro curso al flaco Vivar y a Urza, que eran unos defensores como no había otros, pero no se los dije a los muchachos. Uno si tiene que elegir, se junta con sus amigos, no importa lo bien o mal que jueguen a la pelota. Además, si de ser sincero se trata, sólo el criterio de la amistad, que no el de mis destrezas deportivas, era el que me había hecho pertenecer.
Pero ahí nomás, al otro año, no quedó otra. Todos estábamos juntos, aunque nunca dejamos de ser nosotros por un lado, ellos por otro. Ya no más las borracheras aquellas con las chicas en el garage del Gallego. Se habían terminado las noches de pachanga regada son sangría. Aquello era el verano y esto algo muy distinto, algo seco en el paladar, de a ratos dulce, de a ratos amargo.
Es que cada tanto a alguno de nosotros nos llegaba una carta con mensajes para todos. Papá consiguió trabajo, yo entré en un colegio nacional, cada vez que escucho esa canción no puedo dejar de lagrimear y nosotros no nos tomábamos muy en serio aquello. Es que cada carta, dijera lo que dijese, siempre era un puente al pasado, un te acordás de, qué es de la vida aquel otro. Sólo que ya no había nada de eso y hacían varios meses que no sabíamos nada de ese otro. Y pasarían los años, la mitad de la vida, y de a poco la boca se sentiría menos seca. Todo era cosa de morderse un labio, pasar la lengua, tragar saliva y a otra cosa.
El largo camino del aprender ya estaba en marcha.
*
dos / uno

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