Jade May Hoey

1974-2004

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27.2.07

La señorita Roldán

Una pena el haberme olvidado de cada nombre de los pibes de la señorita Roldán. Me ha quedado uno, a lo sumo dos, y eso en ocasiones es bastante. Quiero decir: me entusiasma la idea de que uno solo de esos nombres, el que más a mano tengo, el que mi memoria se empeña en recordar, sea suficiente para recrear a los otros. Después de todo, pienso, ese nombre, las huellas que en él ha dejado el paso del tiempo, no me permiten, respecto de él, otra cosa que no sea una recreación; de él mismo, de su familia, del entorno que nos vio crecer y ahora, muy de a poco, nos reencuentra, de distintos modos, derrotados.
Quiero contarles un poco sobre el tipo que yo conocí como Alfredito, en el jardín le decíamos así, según creo recordar, en la secundaria fue el gordo Quepercha y ahora, al menos de boca y puño de los amigos que le han quedado en la capital, es el Cuni.
Yo nunca podría llamarlo el Cuni. Es más, me enteré de su nuevo apodo por puta casualidad. Bah, quién dice que en estas cosas existan las casualidades. Yo no. Yo no puedo decir algo como eso justo ahora, que acabo de recordar cómo fue aquello. Qué milagros trae consigo el escribir. Voy a malograr el texto que tramaba. Mejor será que les cuente como lo reencontré.
Hace unas buenas temporadas, yo chateaba demasiado, varias horas al día supongo, todos los días. A menudo solía jactarme de mis horas de vuelo en ese mundo, que en rigor de verdad eran horas quitadas al vuelo y en cambio otorgadas en ofrenda a la vida sedentaria, lejos del sol. Así y todo me gustaba. Así y todo, les decía a mis interlocutores de entonces, me gustaba mucho. Creía conocer a la gente y de hecho es el día de hoy que tengo el don de saber en tres o cuatro frases si alguien sirve o no. Me equivoco, claro, y muchas veces, pero no reniego de eso. He preferido tomármelo como si fuera una cosa propia del oficio. Puedo equivocarme con alguien. Puedo tener una primera impresión negativa pero sólo por el hecho de darme permiso para esa licencia de equivocarme de vez en cuando, soy feliz.
Chateábamos.
El allá, yo acá, donde siempre. Yo no sabía que él estaba escondido detrás de un nick que poco tiene que ver con él: no voy a escribirlo; diré sólo que es el apellido de un galán de telenovelas, uno que habla entre jadeos. El tipo era el animador de la pista central. Aparentaba no llevarse nadie a privado y, desde luego, eso me movía a intriga.
Hasta que saltó la broma, la misma que le había oído decir dentro de un aula hacía más de diez años, cuando él era el gordito chispeante nos arrancaba de esas horas de nada.
Imaginen una clase de educación física, tal vez la primera de ese año, o quizá la de un día de lluvia. El profesor peroraba sobre la planificación que nos estropearía la vida ese año, contaba cuán exigente era. Daban ganas de pegarle. En un punto hablo de que cada tanto haríamos algún deporte y preguntó a la concurrencia, ya que en esos tiempos la democracia estaba de moda, cuál podía ser ese deporte que a todos les gustase, descartando, desde luego, al fútbol.
El rugby, dijo un chico bien, porque mi escuela si de algo estaba plagada era de chicos bien, y otro se sumó, y grandotes como eran, hicieron valer su propuesta, que es una de las formas en que la democracia se ha puesto de moda.
¿Y en qué cancha lo jugamos?, interrogó el profesor, convencido de que con eso desbarataría la intentona.
Desde el fondo, Alfredito, más conocido en ese entonces como el gordo Quepercha aprovechó el bullicio general, se hizo bocina con las manos, y gritó:
-¡En la cancha de tu hermana!
Aquella vez lo suspendieron por un par de días. Esta vez me sirvió de anzuelo para preguntarle en verdad quién era.

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