Jade May Hoey

1974-2004

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18.7.05

Logística de un cobarde

El escritor está asfixiado. No es esta vez culpa de la falta de dinero: ya está acostumbrado a todas esas cosas. Lo acongojan una cuarteta de ideas, dos nuevas, dos reflotadas, que no podrá trabajar esta tarde. Es que a la par, en la vida material, está harto de ciertos malestares invernales y se ha dispuesto a realizar una serie de reparaciones domésticas de índole menor de esas que sumadas se multiplican y echadas al olvido no hacen sino retornar aún más molestas.


Supone que esta vez el gordito de la ferretería habrá de reconocerlo. Piensa que a falta de mayor predicamento literario, ir un par de veces a un lugar lo convierten en un amigo de la casa. Pero no, en esta ocasión el gordito Ausburger no lo reconoció. Así y todo quisiera registrar el momento. Es la primera vez en su vida que puede recitar de memoria los implementos que necesita. En realidad es vano el plural: apenas se trata de una fichita macho, eso es todo.


[Y pensándolo bien, el escritor es de esos clientes que fastidian a los ferreteros. Si por esas cosas de la vida hay que atender a alguien antes que ellos, se quedan paraditos cerca de la puerta, duros como estatuas. No tienen nada que ver con esos otros clientes que se meten por los pasillos para ver la novedad y al cabo terminban seducidos por pitorros que ni pensaban comprar. El único detalle saludable del que un ferretero de ley nunca hará uso, es la absoluta ignorancia de estos seres. No saben demasiado bien la forma de la mercancía que vienen a buscar, mucha menos idea tienen del precio o de los métodos de uso. Ellos vienen sin saber nada, como si le hicieran el mandado a otro. Pero conviene tratarlos bien. Con un guiño basta para que se sientan un poco más cómodos que en una boutique atendida sólo por mujeres y sigan viniendo, tontos como ovejas.]


Se lo notaba fuera de su pecera a punto tal que casi olvidó la fichita sobre el mostrador, como si hubiese concurrido a la ferretería a que le vendan un saludo que sólo le cobraron. En fin, cada mongui anda suelto que Ausburger no se percató del detalle y siguió atendiendo a un señor mayor que quería un mango para la picota, o para un hacha o para una maza: no terminaba de decidirse.


Y ya en casa hubo de postergar la almorcena de las seis de la tarde. Pueden crujir las tripas pero lo que importa es cumplir con el deber. El tipo sabe bien lo que quiere aunque no tiene mucho con qué conseguirlo. Después de un cuarto de hora de faena inútil se da cuenta de que con un destornillador la vida sería mucho más sencilla. Media hora después ya sentía enrojecer su cara y maldecía el momento en el que se le ocurrió que jamás saludaría a nadie del barrio. Si hubiera entablado amistad con el vecino ya estaría todo arreglado y no haría falta emprenderla contra la fichita saliente con cuchillo, tenedor y cortauñas.


[La casa de un escritor no es un recinto agradable como que tampoco es agradable el tipo en sí. No tiene demasiados amigos así que se las arregla con una cacerola y un juego de cubiertos. A menudo come de parado frente a la cocina porque la mesita que debería usar para comer está atestada de material de trabajo: libros de su bibioteca y ajenos, al menos tres, varias decenas de hojas impresas y unas pocas manuscritas llenas de tachones, los útiles para escribir, una lámpara, un cenicero y una bandejita con caramelos. Naturalmente no hay herramientas de uso hogareño y los niveles de sociabilidad están reducidos al mínimo indispensable.]


Después de una cantidad de cuchilladas que lo catapultan al podio de los asesinos sádicos el escritor da cuenta de la fichita. Al fin comprende porque los países se desangran para derrocar a sus tiranos. Al cabo de la tarea la morfología de la materia tiene poco que ver con el concepto original. Nadie reconocería sus restos en la basura. Sería mejor no pensar que coronar un nuevo rey sea tan costoso como el magnicidio. En efecto, en el forcejeo inicial se escabulle una valiosísima tuerca que va a parar allí donde las telarañas, pero nada amilana a nuestro héroe que se debate en mangas de camisa tratando de que el cablecito celeste se quede en su madriguera lo bastante como para meter al rojo en la suya. Y entra uno y el otro birla el corset y así, y una vez metidos ambos deviene imposible atornillar la carcaza plástica. La superposición de los cables, el menesteroso pelado o la asimetría en la operación madriguera lo ha echado todo a perder.


El escritor maldice, no a la moneda que acaba de desperdiciar, ni al infeliz de su vecino que no se digna a prestarle el destornillador ni al electrodoméstico que descarga su saña en un momento inoportuno ni a la impericia de sus dedos. Maldice en realidad a la cobardía de no haber seguido con las cosas como estaban y haber despachado, en su lugar, un par de textos decentes. A como venimos, desperdiciar un par de horas en una tontería se revela como una forma suntuosa del suicidio.

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