Jade May Hoey

1974-2004

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25.7.05

la soberbia de las posdatas

Sueño. Sueño que me voy. Sueño que me voy y que es para siempre. No llevo casi equipaje. Todo lo valioso que pude recoger en estos años no ocupa más que un par de maletas. Hay muchas carpetas, hojas sueltas, libros leídos, libros por leer, libros que no leeré nunca. Podría abandonar esas cosas sin mayor duelo porque lo mejor, la llama presta a incendiar lo inútil, viene conmigo, fiel como Bruno, que es decir como el mal aliento.
De regreso al mundo de los memorándums almidonados pondero la importancia de estas formas menores de la literatura que acumulan su mugre en bilioratos, en expedientes. El formalismo apenas resalta las luchas por el poder, por la guita que es lo único que importa y me siento mitad rata, mitad extranjero. Yo nunca hice un archivo. No soy bueno ordenando, apenas me va bien apagando -cada vez menos, cada vez peor- los fuegos que otros prenden para mi deleite. Si fuera un muchacho prolijo a esta altura ya tendría escogidos aquellos papeles que merecen antologarse, pero no, no tengo nada de eso y sólo en las contadas ocasiones que me da por vaciar los cajones me encuentro con piezas memorables.
Me conmueve haberlo olvidado todo. Me aterra la posibilidad de que haber echado alguna raíz acá. El temor al dolor es peor que el dolor mismo.
Anotamos los expedientes cuando vienen. Volvemos a tomar nota cuando se van. En el medio dejamos una intervención cuya levedad varía conforme lo rancio que pueda ser el trámite. Nuestros memorándums perecen. Algunos nunca fueron firmados, otros padecieron el encono de algún funcionario enlodado que no dudó en arrancarlos, en matar la evidencia. De cuando en cuando se siente una carencia en la yema de los dedos. Tal vez sea la memoria de aquellas notas cercenadas.
Sin embargo hay algo que sobrevive a a todo. No soy bueno para los nombres. Quiero recordar en vano cómo se llaman esos papelitos amarillos con un bordecito adhesivo. Allí se anota lo crucial, lo que no ha de figurar en ninguna actuación oficial que se precie de legítima. Los memos se arrancan, los papelitos amarillos, no, quedan para siempre. Hay el número de teléfono de Mefisto, el apellido de funcionarios innombrables, instrucciones para mal proceder, alertas a las que nadie atendió.
Hay énfasis nacidos de un arrebato. Los violentos marcadores irrumpen al pie de palabras carentes de la violencia que se les pedía. Hay dictámenes técnicos que sobrevivieron a la tentativa de extirparlos, pero lucen en hojas dobladas en dos, en tres. Qué razón habrán tenido para amenazarlos, qué otra para perdonarles la vida. Dobleces y subrayados pueden jactarse de su longevidad. La letra sólo calla.
No nos hacen caso. Siempre pedimos que no se incluyan hojas de fax en los expedientes. En tres o cuatro años esas hojas se borran por completo. Pero los papelitos amarillos quedan. Hemos pedido que los eliminen al cabo del trámite, pero nadie nos hace caso. Llegará el día en que lo único legible sean estas culposas notas al pie, lo que será el triunfo de lo rancio sobre lo formal. Yo no sé si eso está tan mal.

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