Jade May Hoey

1974-2004

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12.7.05

Derrotero

A mí todo me da por ráfagas. En las últimas semanas, por dar un ejemplo, me obsesioné con Deleuze. Definitivamente escribe en una lengua de la que no decodifico más que algunos fragmentos que, no obstante su condición, son idóneos para confortarme, para ayudarme a comprender.
En una búsqueda reciente di por primera vez, sin buscarlo, con el rostro de Deleuze y aunque me deleité con sus clases de Spinoza no le había imaginado esa cara de profesor, de viejito sabio pasado a retiro. Inexorablemente recordé a Foucault mordiéndose el largo del revés de su dedo, como quien no entiende o no es capaz de darse a entender; a Bataille con la perfidia hecha ojos, a la levedad del rostro de Barthes, a la bizquedad hacia afuera de Sartre.
Y más acá recordé los ojos de liebre de Aira, el fantasma Macedonio, el perdedor Felisberto, el infeliz Borges (o la risa como un acto de mocedad) y su voz de lágrima reseca, qué otra le sentaría mejor.
Hace mucho tiempo ya, una señorita a la que yo frecuentaba deslizó que yo tenía cara de poeta. De inmediato la desprecié. Las ojeras, me ha dicho un amigo, son por comer mucho salado. Me dio un poco de risa ese saber de vieja gorda, pero en algún punto no es desacertado. No será el estofado pero hay otras saladas razones para andar por la calle con esta cara.
Tal vez allí nazca esa curiosidad de ver el rostro a los recién nacidos. Es la pretensión insoluta de adivinar el gesto que los acompañará por el resto del viaje, develar la historia que aún no se ha escrito, que es igual a reputar vana la intención de forjarse un estilo. No hay otra cosa que esto.

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