Jade May Hoey

1974-2004

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23.3.05

declive americano

Los bares también se han inventado para que uno se escape de sí mismo. Lo digo desde mi perfecta ignorancia. Cuando estoy solo, voy siempre al mismo y no sé por qué misteriosa razón sigo yendo cuando no se dan los mínimos recaudos que yo suelo requerir para estos menesteres: no hay ninguna camarera de buenas piernas, el café tiene gusto a quemado y pese al verano persiste tibio. Para más, el lugar tiene una enorme vidriera, que da a una de las calles más transitadas, de modo tal que no puedo decir que sea un escondite eficaz. Tampoco es demasiado tranquilo. Los parroquianos suelen llamar al flaco que atiende a los gritos. Incluso los más amigos de la casa lo hacen parte de sus humoradas, lo distraen de su trabajo.
Sin duda alguna oscura pasión es la que me trae aquí en los intervalos que me deja la facultad, una pasión de la cual no tengo ni siquiera un trazo para bocetarla, algo que me supera. Pienso que tal vez soy yo el estúpido que se resiste a cambiar las malas costumbres pero, a la vez, a modo de consuelo, tomo alguna que otra nota de los personajes que vienen. Por suerte no aparece el clásico grupo de hombres de mediana edad que diario en mano intentan ajustar las clavijas del mundo, y lo hacen de un modo tan encendido que yo juraría que la casa les paga la actuación. Ahora que lo pienso un poco más quizá vengan a la mañana, cuando yo no estoy.
Hoy estoy demasiado cansado para leer. La gramática del doctor Pascale me resulta inasible. A punto de retirarme veo que entra un joven que sin duda se impone por su voz dondequiera que vaya. Pide un americano. Ante la cara de asombro del mozo, repite el pedido. Ah, café solo, le oigo decir al flaco. Sonrío con satisfacción: en cierto modo parte de la invención tecnológica se basa en cambiar la combinación de elementos conocidos de antemano para obtener resultados novedosos.
Era un mundo mucho más pequeño que este y la liturgia era bastante diferente. En el bar Americano que yo conocí, a escasos metros del puente que cruzaba el Sena de mi pueblo, no había gran cosa para pedir. La mayoría de los parroquianos se conformaba con el vino más barato que servían a cincuenta guitas el vaso. Nadie se escapaba de nada. Simplemente esos tipos estaban ahí porque es lo que querían. La conversación, el vicio, los amigos, qué lejos nos han quedado. La novedad es no entendernos.

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