Jade May Hoey

1974-2004

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3.3.05

de nuevo Carla

Demasiado largo el viaje, o quizá lo cansador no fuera propiamente la distancia que mediaba entre intenciones y concreciones, Stroeder y La Gruta, sino el gusto amargo de llegar a un lugar que no era el que esperaba. Claro, no estaba ella sino su madre, friendo milanesas y esperando al viajero hambriento que llegaba de otras pampas que a ella supondría abandonada de la mano de dios, en un sombrío rincón del universo, aunque estuvieran ahí cerca, a un par de bostezos arriba del Falcon Futura. Las milanesas resultaron espantosas; la carne de vaca de la zona tiene gusto a abigeato, es de las mejores pero si uno no se esmera en la compra de un aceite decente para freírlas se desencanta con el mérito del ladrón, que probablemente temió por su vida cuando se hizo de las reses. Quizás fuera la vieja, la que echó a perder todo. Hacía demasiadas preguntas y yo estaba en uno de esos días en que tengo la lengua perezosa y sólo hablo para responder, y respondo corto y seco y eso por supuesto que aviva las llamas del interrogatorio. Por lo demás, un tipo de mal vivir no es precisamente el que mejor charla vaya a darle a una señorona que disfruta más de la compañía de los perros que de su propio marido. Ay, si el Vincho, hablará, ¿no es cierto que no hay un animal más bonito en la zona? Cómo salir de esos aprietos sino regalando una sonrisa leve, que nada cuesta, atisbar un poco el reloj, mostrarse indecorosamente desganado, preparando el terreno para una excusa increíble.


Anoche de nuevo dormí mal. Dicen que despertarse un par de veces a la noche es suficiente para que uno se despierte a la mañana con la sensación de no haber podido pegar un ojo. Así estaba yo y me estoy quedando corto en la descripción. Se me había aparecido de nuevo la vieja, en el medio de mis pesadillas, de nuevo sus comentarios de peluquería y del otro lado del sueño, los mosquitos que no me daban paz. De modo tal, que aun estando del otro lado de la telaraña el trayecto era lo suficientemente corto, tanto como bajar de la cama, apoyar un pie en el piso helado y luego el otro, avanzar con premura pero dejando a un costado el vigor, no sea cosa de chocar contra la silla que protege mi descanso y ahí, al alcance de mi brazo la ventana de un primer piso abierta de par en par, preguntándome por qué no, por qué sí. Venga a mí la manta salvadora para al menos hacer de cuenta que


La siesta era fingida, quién podría dormir bien después de medir fuerzas mi estoicismo con la perorata, hasta que al fin se abre la puerta y es Carla, con algo de afligida en la voz y su madre en tono de reproche ordenándole que tape pronto a ese muchacho que sino se moriría de frío y sus pasitos delicados sobre la alfombra y sacando desde lo alto la mejor colcha, y cubriéndome con una ternura que hace tanto no he vuelto a probar. Anduvimos, sí, un tiempo, no demasiado. Lo mejor ya había pasado. Yo ya estaba bien despierto y ella no cumplía órdenes.

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