Jade May Hoey

1974-2004

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28.3.05

Las amantes invisibles

Si fuera un niño, yo no tendría estas preocupaciones. Mis padres incluso celebrarían que no haga gavilla con alguno de los malos críos de la cuadra. Pero a esta edad la cosa toma otro color. Antes hubiese tenido un amigo invisible para contarle mis confidencias. Eso no sería nada. Mucho mejor es el literario afán de ponerle una voz, hacerle decir cosas que cautiven.
Pero ahora el juego de las amantes invisibles no le hace gracia a nadie. A nadie más que a mí.
Todo comenzó en la época en que yo pasaba hambre. La mala idea de despreciar un trabajo deplorable me había condenado a la humillación del desempleo. Ya no tenía nada. Un par de pantalones siempre arrugados que anidaban en un bolso de viaje siempre a medio armar, por las dudas, no tenía mucho más que eso. Alguna limosna, al pasar, que destinaba a comprar tabaco. Qué tiempos. Un paquete de veinte debía durarme más de una semana. De lo contrario el producto de la colecta que hacían mis amigos no me alcanzaría para comer, y a veces ni eso, la panza llena de humo, los dientes amarillos y los dedos con ese maldito olor que nunca se iba. Sólo así puede entenderse que tanto me gustara salir a caminar. Con la panza vacía, las cuadras me dolían de una manera tal que debía apresurarme a encontrar algún lugar donde sentarme, sin ir demasiado lejos, un banco de plaza. La dureza del cemento me recordaba que ya no tenía las nalgas de antaño. Entonces prendía un cigarrillo, con suerte uno nuevo; en ocasiones, apenas el pucho de uno anterior, apagado a las apuradas para no fumar más de la cuenta. Esos eran los peores. La primera pitada sabía amargamente dura como martillarse un dedo en pleno invierno.
Cuando la cosa mejoró un poco, pude mudarme aquí, a media cuadra del centro comercial y tenga o no tenga plata para gastar, lo mismo voy. Me doy una vuelta entre las góndolas, pizpeo las ofertas, saco cuentas inútiles. Me detengo frente a los vinos, por ejemplo, y recuerdo de la época en que podía elegir el que quisiera, sin mayor especulación que encapricharme en no tomar varietales. Ahora ya ni me acuerdo cuando fue la última vez que descorché una botella. Seguro que con algo de impaciencia habré dejado pasar esos fatídicos diez minutos en que el vino ha de besarse con el aire para ganar intensidad, y después olfatearlo rastreando en él el celo de alguna hembra, retener el primer sorbo, pasearlo por toda la lengua, bañar los dientes, tragar y quedarme un buen rato con esa postal detrás de la lengua. Pero no. Eso es historia; esta es la historia:
Aunque no se me da bien la simpatía, a fuerza de venir todos los días ya me hice amigo de la casa. Por desgracia las cajeras son más bien feas, pero en algún sentido el ojo no se maravilló la primera vez que vio un amanecer sino que tuvieron que pasar muchos para desentrañar su verdadero significado. Lo mismo con las cajeras. Al principio todas resultan desarregladas, flacas, tontas, pero el ojo se va ablandando. Hay que verlas arriando carritos que estorban, agachadas recogiendo una moneda que ha preferido el suelo, pesando las coles de Bruselas, recontando billetes de dos pesos, diciendo hasta luego, muchas gracias. Es invariable, uno se encariña aunque lo traten de usted.
La primera fue Gabri. Resistí durante semanas la tentación de decirle que estaba enamorado de su nariz. Es que me pareció que quizá le resultaría agresivo. A nadie le gusta tener una nariz tan grande, pero aun en su desmesura quien la cinceló fue un maestro de la escultura. Yo creo que deben existir narices como la de Gabri para posibilitar que hayan otras, bruscas, pequeñitas, como la mía. Si hay un dios, y no tengo razones para creer en lo contrario, el mundo que no alcanzamos a ver es una enorme balanza en la que todo se equilibra y tu lágrima, caro lector, es el combustible de mi risa.
Elogiar el lunar de su mejilla fue un acto de civilidad, amar una nariz tiene rasgos de animalidad que a nadie le quedan bien, pero también fue un acto de arrojo: le hice lugar para que me diera recetas de cocina que fingí atender mientras trataba de encontrar el modo de llevarme algo de esa nariz a mi casa.
La definitiva fue Hociquito. Se llama Vanesa, pero quizá debe haber otras Vanesas y yo quiero sólo a ésta. No es simpática como Gabri, me llevó mucho tiempo pasar del buen día, buenas tardes. Para más, tiene una sensibilidad que me conmueve. Puedo estar a treinta metros, pero si me doy vuelta a verla o circunstancialmente poso mi mirada en algún punto del espacio en donde ella reina, es como si la pinchara: ella busca la mirada agresora, da conmigo y en la cara se le adivina la molestia o la ratificación de una corazonada. Es claro que prefiero los destinos enrevesados. De otro modo no entiendo como persistí hasta conseguir su favor.
El eco en los cuartos me desencanta, no lo niego, pero más desagradable me resulta que alguna amistad me sugiera de soslayo que debo abandonar la mala costumbre de tejer ilusiones sobre la arena, que ese no es el camino. Yo no les doy mayor importancia. Al fin y al cabo hay más de una ceremonia secreta que crisparía la paciencia de mi madre y viene siendo tiempo de escribirle un cuento a Gabri, que se lo he prometido y ella tampoco lo sabe.


(Texto ya publicado y corregido. Sorry for mistakes)

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