Alguien me sopló al oído durante ese invierno que debía existir algo, una transición que mediara entre la desesperación inaudita por tanta injusticia y el más grande amor. Afortunadamente cuento con el don de no escuchar a nadie. Para mal o para bien, lo que tengo entre mis manos no es más que lo que supe marchitar por propio arrebato. Sin embargo, cuando todo se fue de madre al punto mismo de tomarme con la guardia baja, [justo a mí que no doy un paso sin antes tomar cuanto recaudo que esté a mi alcance e incluso más], reaccioné vigorosamente, como si fuese ya todo un hombre y no un niño que se pone los pantalones largos a escondidas. Me oculté de la mirada de mis conocidos; ante el resto del mundo no me privé de mostrar el rostro ojeroso de quien está desahuciado, sin ánimo ya de copar la parada de puro guapo. Así se fueron los meses y la pena se fue asentado. Se me ocurre pensar que en situaciones así la pena es como una araña y el cuerpo, una habitación apenas habitada. Al principio la araña se conforma con extender sus dominios a un modesto rincón y su tejido avanza, a la par que ella toma confianza y se aproxima al fuego central. Los pasos son lentos pero ciertos [los molinos de la verdad muelen lentos pero inexorables, ¿quién lo decía?]. En esto descubro una enorme omisión: la araña no escoge cualquier lugar sino que se hospeda en los ámbitos del abandono. De otro modo, la araña se hace fuerte a la par que yo voy cediendo. Antes fui valiente sin dejar de ser en esencia un cobarde. Escapé, no entiendo cómo, pero escapé. Tentador se muestra el suicidio, tentador e inoportuno. En ese antes, si es que lo hubo, se presentaba inevitable. Sin María Estuardo, ¿para qué continuar?, en todo caso, ¿cómo hacerlo? La partida llegaba a un fin sin gloria. Fuera de tiempo vuelvo a ser un cobarde que juega con las palabras para lograr el conjuro. |
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