Jade May Hoey

1974-2004

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19.3.05

Compraré un perro

El loco Aníbal no era ningún tonto, créanme. Sabía, como cualquiera de nosotros sabe, que si hay algo que enturbia la percepción es darle bola a la gente. Todos son sabios cuando no son ellos los que están en el ojo del tornado. Todos saben mucho, especialmente cuando nadie los consulta. Todos han recorrido mundo, fatigado oficios, escogido sirvientas y jamás han cometido un error o, incluso peor, todos fueron errores, a cual más gravoso, conmovedor, dañino: una sirvienta que quema la casa al intentar hervir unos tallarines, un taxista asesino suelto en las calles de Quito, o la psicosis que causó en barrio Alberdi irrupción de la mafia de las fiambrerías. Por eso cuando presintió la cercanía de la vejez, noto en sí mismo la lucidez que lo había acompañado durante los cincuenta y dos años y cuatro meses que había vivido. Ya lo habían abandonado la herencia del tío Tomás, la que supo ser su esposa y la salud irrompible. No tardaría mucho en retirarse a mejor lugar la claridad mental y ya no habría modo de escaparle a la cárcel. A más viejo, más necio, pensó, es ahora o no será nunca. Solo de soledad insanable, despedido de la empresa de correos en la que había servido como cartero durante veinte inviernos, bebió el último aliento de la botella de Vat 69 y supo que lo que tenía en mente era lo mejor. Se apartaría de los métodos tradicionales, le faltaba el valor para volverse contra sí mismo. No era ducho en armas, no quería infringirse dolor, evitaría el agua, el fuego, las pastillas. Compraré un perro, se dijo y hubiera querido sonreír pero lo venció el remordimiento de la fatalidad. Al otro día, compró el diario. Lo más tentador en los avisos clasificados eran los cachorros Rottwheiler que ofrecían en la calle Don Bosco. Ante una situación así la solución debía ser extrema, no habría de reparar en precio y futuros cuidados. Durante varias semanas cuidó del animal como ni siquiera lo había hecho con sus hijos. Cuando lo supo vigoroso pero dependiente se le ocurrió que las condiciones ya estaban dadas. Lo echó del calor de la casa al patio. El jardín ya no era el que supo ser, de todos modos era de extensiones generosas, aunque hasta un perro sabe que nada en esta tierra se parece a la tibieza de un hogar. Una tarde cualquiera llegó el momento que Aníbal había imaginado aquélla noche ante la botella vacía. El perro le hizo sentir el malestar que le había provocado la postergación sufrida. De un empellón lo echó al suelo y le hizo sentir toda la virulencia de su afamada mordida. Nadie veló al loco Aníbal, nadie derramó una sola lágrima por su memoria. Sólo una ignota asociación de suicidas frustrados se acordó de él otorgándole una distinción al mérito. La prensa dio más espacio a esta negra humorada que al accidente doméstico que se cobró la vida de un desempleado.

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