Jade May Hoey

1974-2004

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1.3.05

el grado cero del ser

Es una espera en movimiento, una más, una menos, una que me lleva por la ruta y me contagia por la pertinacia de algún rincón el imposible de no tener rostro que se ruborice ni fe que se corrompa. Hay algo de abrupto, es primero alguien que se asoma y a un tiempo comienzan a erguirse sobre sus asientos todos los pasajeros que tengo al alcance de mi vista. Veo al costado de la ruta y hay la clásica camisa celeste de la que salen dos brazos. Uno de ellos termina en una mano que toma notas. Alguien deja una exclamación a medio camino y yo, que todo lo imagino, soy de nuevo el recipiente de una sensación que nunca se irá de mi piel, siempre estará latente cada vez que siento el zumbido de un vehículo que pasa cerca de mí, cortando en dos la ruta y mi respiración.
De nuevo ante mí se presenta un instinto que subyace junto con otros inconfesables en la propia raíz de mi ser y sólo por no darle más vueltas a la inquietud o para mecerla hasta que se duerma, comienzo a pensar en el entorno. Está -probablemente- la sangre, el crash en los cristales y un desorden de objetos que no llaman la atención de nadie quizá por yacer no muy lejos de unos fierros abollados y la severidad de la impotencia ante unos coches que se detienen y de otros que siguen.
Vuelvo sobre mí y me pregunto qué habrá sido lo que aquella vez me detuvo y me movió a tomar el teléfono y marcar el 101. Hola, policía, un choque, cincuenta metros antes del intercambiador de ruta 25, nada muy grave, una señora con cortes en la cara. Gracias. Y después cargar a esos chicos que, como yo, no entendían nada y menos aun puestos en el destino que planeaban. Y es hoy que quisiera acordarme la cara del tipo al que entregué los niños y nada, no viene mí ni una pestaña, una cicatriz que rumbee mi desconcierto.
Y aquella otra vez, en que éramos nosotros los que estábamos con ebrios de desconcierto al lado de la ruta y fueron otros alguienes que tampoco tenían rostro, los que fijaron en su lugar los cuellos, limpiaron heridas, consolaron niños. Y después nos fuimos apurados, envueltos en la mar del miedo, sin siquiera decirnos adiós, gracias por esto. Tan embargados estábamos por la conmoción que ataca nuestro ser profundo cuando se da cuenta de su fragilidad que no tardaron ellos en convertirse en enviados de nadie, en ningún lugar, y su rostro mutó en un puñado de sonrisas gentiles que no puedo asociar con ninguna cara que me cruzo por la calle.
A lo mejor ellos eran yo, en mi instinto básico, en el grado cero del ser, un ser que no es tan malo como a menudo suelo pensar.


(Gracias, Paula)

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