Jade May Hoey

1974-2004

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23.6.07

Maga

No sé qué tendrá, no sé, pero de vez en cuando me acuerdo de ella, me acuerdo y me río, me río solo. No hay muchas minas así. Si las hay, deben de estar lejos de los ámbitos que yo frecuento. El mundo de los contables y las secretarias es más bien chato, la biblioteca, desde google para acá, tiene cada vez menos tránsito, la misa de 8 nunca ha sido muy seductora. Queda la noche, esos antros llenos de humo en los que la pura necesidad de comunicarse lo obliga a uno a leer los labios, a gritar hasta quedar sordo, y así, pero no es de la noche que la conozco, aunque el destino quiso que saliéramos juntos un par de veces, sino porque cayó en las garras de un amigo, el amigo donjuán que todos tenemos. Eso sí, esta vez no estoy seguro de quién atrapó a quién ni tampoco supe quién dejó a quién, aunque se siguen viendo, cada vez menos, aunque nos seguimos viendo; los obispos, aunque tardan, también se mueren de vez en cuando.
No me olvido de la primera vez. Estábamos en casa de él. Leíamos. Siempre nos ha gustado leer juntos. Su madre, pobrísima poeta, tiene una biblioteca generosa. No sé, hay de todo: Quiroga, Poe, Lovecraft, Wilde, Puig, una preciosa edición de las obras completas de Borges hasta mitad de los setenta, y otros aportes nuestros, cacos literatos impiadosos para el descuido ajeno. Un relámpago se estrella a mitad de mi cabeza y me acuerdo ahora de otra edición preciosa de obras completas. Baudelaire (Oh! baúl del aire), el maestro Charlie, en la traducción impecable de una mina sin nombre, impecable salvo por las notas al pie, en las que se preocupaba en decir cosas tales como la negrita esa no se merecía a Charlie, que no era bastante mujer, o que el mismo Baudelaire nunca había conocido una mujer de verdad, lo que a nosotros nos causaba una risa infinita, un estruendo de puro aire hasta el techo, hasta la cocina. La vieja venía, ofrecía té, preguntaba por las risas. Siempre creyó que yo estaba loco, pero cuando nos quedábamos solos el tono le cambiaba. Me contaba de su miedo a la decrepitud, que, llegado el momento, no dudaría en matarse. Otras veces, madre inquieta, me preguntaba cómo cortar el cordón umbilical de ese hijo que no mostraba el menor interés por abandonar la casa paterna. Al rato, yo se lo decía a él, y volvíamos a reír. Siempre nos reímos. Creo que todos estos años no hemos hecho otra cosa que buscar motivos para reírnos y ella calzaba perfecto en nuestro juego.
Era la Maga.
En fin, dicen que la Maga, Lucía, la verdadera, era una alemanota rubia, y no tan torpe ni tan hippie como la elaboró el lector colectivo. Menos mal. A mí desde el vamos me cayó mal y no por lo que decían los del club, sino porque esa afectación me resulta impropia, cada vez más. Talita, en cambio, era hermosa. Pola, dios santo, es el cielo. Pero, ¿la Maga?, ¿se extraviaría hoy la Maga? ¿se quedaría ciega? ¿la alcanzaría un rayo?
La Maga tocó el timbre y mi amigo me alertó: es ella.
De oídas, sabía que los que no la querían, los del club, la llamaban Pocahontas, pero para mí nunca será Pocahontas. Yo conocí a la verdadera. Es alta, flaca pero musculosa y con una nariz que vagamente me recordaba a Scottie Pippen, el escudero de Michael Jordan (¿o ya se olvidaron?). Era odiosa pero muy bella, incluso a pesar de llevar la nariz del último de los mohicanos, predispuesta, afable, me ayudó en una mudanza. Fue de mucho provecho: tenía bastante más fuerza que yo, pero la perdí de vista. No me atraen las minas que tienen más fuerza que yo. O más vello. O la voz más gruesa.
Esta era menudita, rulos perfumados, sonrisa ancha, voz que mueve al respeto, de vaga elegancia. La nueva de ese día era que había cobrado su primer sueldo como profesora. Daba clases a la noche. Tenía alumnos de todas las edades. Todos, de un modo o de otro, se enamoraban de ella. Había cobrado el sueldo, el primero, y lo había gastado también. Era una miseria, cuatrocientos de los viejos, pero tampoco era cosa de gastarlos en una tarde. Había comprado una enciclopedia enorme, tres o cuatro tomos. Esa vez me gustó verla en el sofá, los lentes en la punta de la nariz, el libro en la falda, escrutando el medioevo en un mapa.
Cuando en alguno de esos antros, él y yo nos cruzamos con algún otro viejo conocido, alguno de los del club de la Maga, nos miran con algún rencor y no falta el que nos ha quitado el saludo. Al principio él no entendía por qué, pero me ponía en autos y yo, detective insolvente, ataba cabos. Le decía que todo era culpa de la loquita que alguna vez supo moverle el piso, pero él no estaba del todo convencido. Yo menos que él. En realidad nunca di dos mangos por la Maga. Era demasiado tonta y se preocupaba en aclarar que no. Vivía para contarnos las costillas. Le faltaba un botón, le sobraba un ojal.
Lo otro, lo que más me impresionaba, era un brújula, cosa nueva para mí, bella a la vista, bella como pocas cosas que puedan comprarse, pero de un peso inaudito, pongamos medio kilo, por decir algo. Eso la frustraba. Decía que quería colgársela al cuello. Estaba loca. Se lo dije a donjuán apenas ella hubo de irse y él sólo atinó a encogerse de hombros y me ofreció más té.
Un rato antes, al escucharnos hablar, ella había dicho: pero... ¡son iguales! Yo me quedé de una pieza. Era un despropósito, visto superficialmente, sin duda lo era, pero es gemelo el retruécano, siamés el cinismo aprendido. La verdad es que nuestras pobres erudiciones comparten algo más que una medianera. Ella tenía un poco de razón, pero así como a donjuán lo enloquecen los culos, yo pierdo la compostura por un buen par de tetas, y eso me bastaba para encontrarnos diferentes y, en algún punto, complementarios. Lo exiguo de su escote, pensaba yo, me mantendría a salvo de la tentación, pero nunca se sabe.
Si éramos iguales, si ella estaba loca, si todo esto resultaba vagamente cortazariano, uno de los dos era Oliveira y el otro debía de ser Traveler. Hice cuentas, me acordé de esa pibita que un día me dijo como suele decir cualquier argentino que se cree dueño de la razón: ¿sabés que pasa? Pasa que vos sos como Oliveira, pensás que nadie te entiende y el único que no entiende sos vos. Eso dijo y dio un portazo. Algo de razón tenía. Las mujeres, la mayoría de las que he conocido, vienen a mi vida a decirme una verdad y se van.
Y se van.
Yo era Oliveira, el único que no entendía que lo estaban dejando era yo, pero ella, la pibita, también estaba loca, y yo era Traveler, yo nunca fui a ninguna parte. Mi vida es ripio. Somos iguales. El es Oliveira, él no entiende, él se resigna, yo me caliento, yo pierdo.
¿Viste qué perra me vine?, preguntó ella un sábado. El humo, los vahos de una incipiente borrachera, las luces temblorosas ante estos ojos poco amigos de la noche, alumbraban sus medias más allá de las rodillas. Yo dije sí, pero qué importaba, era ella la que quería congraciarse, que fuéramos amigos, y me abrazaba, y me decía cosas al oído. Afuera la lluvia estragaba las callecitas de la periferia. El auto de donjuán no arrancaba. Hubo que empujar. Varios zapatos que no podían hacer pie en el barro se conjuraron para sacar a la máquina del atasco. Ella iba al volante. Lo sacó escarbando. Nunca comí tanta tierra mojada como esa noche.
No entiendo cómo pueden seguir siendo amigos, decía. Se me ocurre que ella pensaba que estas cosas se resuelven a las trompadas y hasta puede que también en eso estuviera en lo cierto. Hay que remover la escoria antes de que la primavera llame a los brotes a tomar posiciones, posesiones, y nosotros nunca lo hicimos, más por cobardía que por generosidad, pero nos fingimos caballeros de la reina y nos mostramos mil veces juntos y no pudimos aventar del todo las versiones. A la gente le gusta eso. A los el club también. Será por eso que los desprecio tanto.
Ibamos, ella y yo, en el asiento de atrás, anudados en un abrazo tan tierno como carente de motivo. Donjuán, en algún momento, se fastidió. Pidió explicaciones y, por toda respuesta, mis manos empujaron por el culito mullido a la Maga hacia el otro lado del auto. La amistad podría quebrarse por eso pero yo no iba a desperdiciar la ocasión. Ahora se abrazó a él y me dijo chau con la mano. Loca de mierda, pensé yo.
Ahora volvemos a estar en el sofá, ella en medio de los dos, hasta que él se para y va a poner un disco. No es jazz, faltaba más. No es jazz y es una suerte que no nos guste el jazz y una bendición que se pare y elija de entre todos sus discos, creo que ya era muy tarde, tan tarde que había puesto todos los discos que esa noche íbamos a escuchar, y traiga el último de Kraftwerk, una joya, no por la música, porque ellos siguen haciendo eso que era novedad hace treinta años y ahora, como el canon de Pachelbel, todos tocan. El mundo es Kraftwerk. Ese mismo mundo que ellos inventaron los dejó del lado de afuera. El disco tomaba la forma de una corona de bicicleta, y también ese maldito olor a aceite. El lo acercó a nuestras narices y por un rato dejé de sentir el olor a la Maga.
Viste esa gente que aplaude cuando termina la película.
Sí, o cuando aterriza el avión.
O llega el colectivo.
Estúpidos.
¿Qué aplauden?
Al motorman, creo yo.
¿Viste que son iguales?
Daba lo mismo uno que otro, estaba claro, pero a ella le gustaba él y a él le gustaba ella. Yo era un convidado de piedra, la piedra que hacía fondo en el estanque, las olas cada vez más tenues que le marcaban los contornos cuando le pinchaba el ombligo con la barba, esa noche descuidada, y él atacaba la boca, todo por callarla, todo para que nunca le cuentes a nadie, que es mentira y de las peores eso que dicen los del club, pero ella estaba perra y maldita la hora en que me dio a oler el escote y hacerme en el cielo de la boca esa alfombra de perro mojado por la lluvia de mil años de soledad.
El me da una paz infinita, decía, miraba, preguntaba mirándome a los ojos.
No, no somos. Ni seremos. Yo, en primer lugar, en único lugar, porque tengo las palabras por piedras de mi castillo, y antes de poner una sobre la otra y otra sobre la una, persigo, las escondo y las vuelvo a sacar, las manoseo, las miro desde acá y desde allá, y les doy una vuelta más, como si fueran el cubo mágico, por eso la miro y no encuentro el quid del hechizo. Algo hay que no termino de ver y temo por mí y mi temor, mi fundado temblor, es que yo sea el punto ciego, el extremo del cielo caído, como esa vez que todas mis pocas fuerzas en el mango de la espátula volaron hasta hacer añicos la ventana que abrigaba el invierno de mi más amor emputecido y me mordí la carne del labio, y tragué pelo, saliva y sólo dios perdona a ese triángulo que otro escribió, mucho antes, mucho mejor de lo que yo soy capaz de actuar.
El sí tiene la respuesta, mitad porque es dueño de los más largos silencios, mitad porque hay algunas mitades que valen el todo y un poco más.

Comments on "Maga"

 

Anonymous Anónimo said ... (24/6/07 01:53) : 

Que la rayuela aparezca bajo un cielo estrellado con una Maga y un soundtrack para celebrarlo, un saxo y tal vez Thelonius Monk en la vereda con su piano pianísimo.

Y pensar que no creo en las películas románticas...
(post tan salido de los márgenes).

 

Blogger Reina said ... (25/6/07 15:35) : 

què hermosura...

 

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