Jade May Hoey

1974-2004

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3.4.07

2 de abril

Hay demasiadas cosas de mi infancia que me gustaría recordar. Recordarlas con exactitud y no instalarme en la duda de si una cosa sucedió o no. No tendría a quién preguntarle, de todos modos. Y si lo hubiera, no estoy seguro de que me interese conocer la verdad por boca de otro. Creo que a nadie le interesa que le cuente qué hizo o dejó de hacer. Sólo el convaleciente de una noche de borrachera. Y no en todos los casos.
Del mismo modo, por una ley no escrita que todo lo compensa, como en pos de un equilibrio universal a costa mía, hay muchas otras cosas que recuerdo y preferiría no. Algunas escenas de la vida familiar, los gusanos de la pobreza cimiento de la estructura, los tantos domingos en la iglesia, el día en que algunos amigos dejaron de serlo, los tanques por la ruta, nuestras manitos niñas que los saludaban a su paso, las voces que imitaban el ruido de los Pucará, la honda emoción que nos provocaba la marchita, el bendito redoblante que la quebraba en dos.
Y los apagones, aunque a mí no me pasaba por la cabeza que el deber de apagar las luces a las siete de la tarde tuviera algo que ver con la guerra. Los apagones no me daban temor ni mucho menos. Al cabo, a los pocos días, papá decidió que no tenía mucho sentido el apagar las luces, que bastaría con poner frazadas en las ventanas y ya. Era otoño. Puede que a la hora de acostarnos las mismas frazadas volviesen a su sitio habitual. No lo sé.
Sólo el paso del tiempo me informó que los apagones eran para evitar bombardeos. Sólo mucho tiempo después supe que mi pueblo no podría jamás haber sido un objetivo militar. Era poco en comparación a otros puertos, a otros puertos que incluso estaban más a mano. Y desde no hace mucho me asusta la mera posibilidad de que les diera por invadirnos. Nunca tuvimos con qué defendernos. Nunca habrían tropas ni armamentos para proteger tan enorme territorio.
Basta hacer un viaje desde la costa hasta la precordillera para darse cuenta de la inmensidad de este templo inhabitado. Bastaría para darse cuenta que las islas Malvinas siempre han sido un capricho. Y los caprichos no saben de razones. Mucho menos si al frente de las cosas del estado se encuentra un demagogo, un demagogo que hace juego con un pueblo pusilánime. Me refiero a ese año, no a éste. Aunque.
Ayer tuve ganas de enamorarme de una chica de veintiséis. Por qué veintiséis, me preguntaba mientras trataba de llamar al sueño. Trece por dos, me respondía. No, no es eso. Y si no es eso, qué se supone que sea. Una chica de veintiséis, por más que hubiese crecido a la vera de la ruta por la que marchaban los tanques, no tendría memoria de eso.
Quizá fuera como mi hermano, que hace algunos años, mostrándome una página de su libro de la escuela, señalaba un punto del mapa. Estas son las Malvinas, decía, suficiente, acá hubo una guerra. Hace mucho, en los tiempos del Cabildo.

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