Jade May Hoey

1974-2004

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9.4.07

Decir adiós debería ser algo más sencillo

Acaso sea cosa de sabios el tener el don de darse cuenta cuál es el momento más oportuno para irse. De todos lados. De las ciudades que lo han visto a uno crecer, del calor del hogar, del amor más tierno, del texto improbable que no dejamos de soñar y nunca se escribe. Pero tampoco es que la cose sea tan sencilla. Uno se acomoda a la tibieza conseguida y después pone todo el empeño en conservarla.
Palabras, palabras y más palabras. Palabras para explicar que kaputt se acaba, que se nos fue escapando de las manos, que ya no tiene mucho sentido estirar los rodeos. El día doce, que ya viene llegando, expira el plazo por el que fue contratado el host. Un día de estos, más temprano que tarde, y cuando solucionemos algún que otro problema de logística, mudaremos los textos a algún servidor gratuito. Si alguien nos aporta su conocimiento sobre bases de datos, le estaremos muy agradecidos. Entretanto, la despedida.
Nunca es grato despedirse. De nada. Ni siquiera de una enfermedad que le dio entidad, sentido, a un derroche. Un día nos curamos, o nos morimos, que es casi lo mismo, y debemos aprender a convivir con la ausencia de esa musa equívoca que se ha llevado en sus alforjas lo mejor que teníamos para darle: nuestro tiempo, una maldita cosa detrás de la otra.
Siento algo de pena, no puedo evitarlo. Me ocurre pensar, por ejemplo, en una lectora en especial. Pienso que en la que fue mi profesora de historia en el colegio secundario. Era tan linda que todos sabíamos que esa recién llegada al pueblo no tardaría demasiado en conseguirse un novio, un compromiso, tres o cuatro hijos con los mocos colgando, que le crecerían las caderas y un par de anteojos para leer y empezaría a teñirse una vez al mes, pero qué linda era.
Por esos caprichos de la virtualidad un día supe de ella, la contacté y tuve la suerte de que recordase mi nombre. Le canté alguna alabanza a la belleza de aquellos años y a vuelta de correo me enteré de varias cosas. Que tenía una hija quinceañera, por ejemplo, y eso me bastó para creer que la quinceañera era ella, porque a mí el tiempo no me ha pasado. Mi tiempo sigue siendo aquél.
La convidé a leer mi kaputt de los lunes. Me daba un poco de vergüenza decirle que se dé una vueltita por acá. No sé, creo que acá ando de entrecasa, y yo, como un montón de gente que conozco, ando descalzo de un cuarto a otro, y no invierto demasiado tiempo en peinarme. Es así. El día a día es prosa. Allá, al menos eso me gustaba pensar, todo era diferente. No importaba que el texto que publicara no fuera del todo nuevo. El tiempo sabe lo que hace. El tiempo le pone a todo un cierto barniz que le sienta bien.
Ya no va a leerme allá. Eso me da un poco de tristeza. Ella.
Porque si de ser sincero se trata, la he pasado muy bien durante todo este tiempo. Pueden culpar de todo a Massei. El fue dueño del entusiasmo inicial. El me dio el espacio de los lunes. Yo, francamente, no lo quería. Es más. Ya estaba cansado de los blogs y barajaba la posibilidad de terminar con este de una buena vez. Confiaba, y de hecho lo sigo haciendo, en que el deseo de escribir se impondría por su propio peso, con lo que este medio dejaba de ser importante. Pero estábamos en La academia, es posible que tuviéramos nuestros vasos llenos de alguna bebida con burbujas, y estaba Balduccio, que no se tomó en serio mi negativa y me encontré sin coartada. Viajaría un sábado, llegaría el domingo a la tarde. Era tiempo suficiente para escribir un par de carillas para publicar el lunes. El lunes al mediodía.
Pensé en Bolaño, en los hijos de Bolaño, y escribí un texto que se llamó Lecciones de vértigo. Era un texto breve pero muy sentido. Recuerdo que se lo di a leer a una amiga, que me sugirió un par de correcciones. Estaba contenta, a Roberto le hubiera gustado, me dijo.
No sé si era para tanto, pero a mí, por un par de días, que es lo que me dura el entusiasmo, el texto me gustó.
Después vinieron otros. Siempre hubo altos y bajos, claro, pero la sola idea de quitar el yo era seductora. Alguna vez había que decir nosotros y eso estaba bien.
Si no fuera por las alteraciones que provoca a mi vida mudarme de huso horario, un sábado a la noche nos hubiéramos juntado todos los kaputt. Por increíble que parezca, nunca hemos estado todos juntos. A la gente le da por vivir en sitios por demás remotos, digo desde mi buhardilla patagónica, donde siempre es invierno.
Me daba cierto escozor ocupar el sitio en el que había firmado Freidemberg, ya lo dije alguna vez. A Balduccio no le gusta Pink Floyd. Massei no quiso regalarme su saco. A Piro le gusta Begnini. Genovese no había leido a Baudrillard. Paula toma champagne. Daniela tiene alas. Acteón es el comentarista que todo blog que se precie merecería tener.
Genovese, el más kaputt de todos, me habló de Charlie Feiling y de sus recuerdos del dique Ameghino. Balduccio tenía una amiga bajita, un ángel que fumaba Parisiennes. Piro evangelizaba no sé qué trago que aparejaba el vómito. Massei me llevó a la casa de Nielsen. Nielsen me regaló Auschwitz. Paula me invitó a comer y no comió. Acteón se preguntaba si los bloggers escamotean pero un día confesó que “había leido metros de Mayer”. Compré Hecho en Buenos Aires, quité mi pocillo del alcance de una gota de lluvia, me abracé a Daniela.
Supe de la tarea del editor. Perseguí textos, los corregí. Busqué títulos. Comprobé la maravilla de tener un sitio donde publicar con amigos.
Duramos un par de años. No estuvo mal.

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