Jade May Hoey

1974-2004

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10.4.05

Las puertas de la Literatura

Imagino que para la idea de arte, así como para la de literatura, debería haber casi tantas respuestas como sujetos interrogados. Recordé esa tontería no sé bien si a propósito de:
el artículo de Aira sobre las vanguardias, que remite al axioma económico de los rendimientos decrecientes
(como si los espíritus sensibles no estuviesen hastiados ya de los escritores que mencionan la palabra mercado a razón de una vez por párrafo); o
por haberme cruzado en mi caminata de la tarde con uno de esos tipos que sólo pueden conocerse en el afiebrado mundo universitario. Yo sé que no es culpa de él, que al fin y al cabo tiene raptos de buen tipo que lo visitan de cuando en vez, ante la menor mención de su nombre recuerdo a esa gente que el encarna perfectamente: los apasionados por las cosas que no sirven absolutamente para nada.
Un día de tantos, charlábamos de bueyes extraviados, y ante un comentario feo de mi parte, categórico hasta la obscenidad (pertenezco a esa clase de escribas que merecen agarrarse a piñas una vez a la semana para no levantar el tono cuando escriben), me dijo: eso es lo que decía Eliot. Cuando le pregunté a qué Eliot se refería, muy suelto de cuerpo me dijo: ese que escribe citas, y acto seguido buscó una enorme carpeta. Dentro de la carpeta tenía decenas de hojas, cada cual delicadamente enfundada en un folio y habitada por elegantes renglones que pude atribuir a su vieja Remington y reconocí en cada uno de ellos las malditas frases con las que adornan los boletos de colectivo.
Buscó, y ya no recuerdo si encontró, alguna frase del tal Eliot. En cualquier caso yo me hundí metí en mis profundidades. Del fondo del pozo extraje algunas fotografías: él viajando, él juntando boletos en las bocas de tormenta, él descifrando una oscura sentencia de Ciceron.
En adelante no pude considerar seriamente nada que él me dijera, ni siquiera un buenos días.
En adelante me pregunté muchas veces cuál sería la mejor puerta de entrada a la Ciudad Letrada, qué me era dado esperar de ella. Comencé, un poco después, a saquear bibliotecas ajenas, empecé y abandoné decenas de libros, me hice lector, me hice lector exigente, odié a los que escribían mal, odié a los que escribían tonterías, odié a los que escribían mejor que yo, odié a la literatura y a sus mercenarios.
Si una buena biblioteca no debe tener más de cincuenta buenos títulos, seguramente ya fueron escritos y es vana la peregrina idea de colarse ahí a codazo limpio. La única esperanza al respecto es que no falte demasiado tiempo para que esos libros se conviertan en una lengua muerta como el latín. Esa será la hora apropiada para escribir algo, mientras tanto, lo mejor es dedicarse a otra cosa.

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