Jade May Hoey

1974-2004

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27.4.05

Miastenia Gravis

UNO
Algún día de mi temprana infancia me enfrenté con la satisfacción del pediatra que me atendía. Con letra ilegible había hecho una pequeña volanta en la parte superior de la primera hoja de su recetario. Entre signos de interrogación, casi como quien sobra el percance, había escrito el nombre de mi presunta enfermedad. A dios gracias, en aquella época no había internet, lo cual me dio un par de meses de tranquilidad hasta que supe que Onassis había muerto de eso. Convencido de mi temprana partida, no dudé de asombrarme de los extraños síntomas: por la mañanas era un pibe como casi todos, pero el decurso del día me sumía en un lento e interminable apagarme. Por las tardes, ya sin fuerzas, mi madre me recogía del patio junto a la pelota y el resto de mis bártulos, con algún trabajo me quitaba zapatos y ropa, y me echaba sobre la cama. Claro que yo no estaba enfermo de miastenia gravis sino que había incorporado a mi vida los síntomas que me habían contado y trataba de fatigarme hasta el límite. Convencido de que sólo los felices mueren jóvenes, por la mañana traía las mejores notas de la escuela y durante el resto del estampaba los goles más improbables ante el asombro de los pibes de la cuadra. Estaba, sin duda, enfermo, pero ni el paso de los años alumbró una respuesta.


DOS
El tiempo me ha hecho un tipo sin fe. Puedo jactarme de no pisar consultorios médicos ni iglesias durante años, salvo que la desgracia de algún pariente me obligue, pero mi enfermedad sigue conmigo, muerta de risa. Sé que me voy a morir de viejo como es ley entre los de mi estirpe y esa impunidad me sirve como mantel. Con ella cubro la mesa antes de servirme los más variados vicios. No haré un catálogo de ellos porque en esta ocasión voy a referirme al juego.
No soy un jugador compulsivo, nada de eso, pero el gobierno de la provincia ha tenido la gentileza de inaugurar un enorme casino frente a mi casa. No digo en las tardes, porque el sol lo disimula bastante, pero por las noches, las luces de la marquesina se convierten en un anzuelo inevitable para mí. Usualmente llevo poca plata encima. Soy un negrito pobre y más de una vez he comido arroz durante dos semanas seguidas por haberme quedado pelado, pero ya aprendí. Ahora tomo la precaución de llevar el dinero suficiente para comprar un par de fichas rojas de ruleta, con un poco de suerte eso me alcanza para tirar toda la noche, y sino mala leche, a tomar un traguito y volver a casa, fingiendo orgullo al saludar al guardia que custodia la puerta de salida.


TRES
Hoy pretendí no entrar pero el anzuelo fue otro. En el estacionamiento vi el flamante auto de mi jefe. Fue como si me empujaran a jugar mi par de fichas. DQP 014, irresistible. No está de más apuntar que mi jefe es uno de esos recién llegados que salieron de perdedores con la llegada del progresismo al poder. Si hasta se ha dado el lujo de comprarse un Renault Mégane, como todo le corresponde a cualquier funcionario de su alcurnia.
De antemano sabía que el catorce habría de salvarme la noche; lo azaroso era saber a cuál de mis compañeras había escogido el líder para su velada. Ese fue mi mayor impulso. Pagué los tres pesos de la entrada y me arrimé a mi ruleta predilecta. Del otro lado del paño estaba él, que me saludó con una ligera inclinación de cabeza. No tuve igual suerte con su acompañante, que se notaba un poco abochornada por mi irrupción.


CUATRO
Esta mesa, este paño, han sido los de mis mejores noches aquí, noches modestas, pero lo suficientemente generosas para comprarme un traje decente y un sombrero, toda una extravagancia en puebluchos como éste. Pero este verde sería tan despreciable como cualquiera otro si no fuera por la presencia de las manos de la croupier más bonita del casino. Analía se llama, según he oído por ahí. Me enloquece la displicencia con la que barre la mesa y la precisión con la que apila, casi sin mirar, pilas de fichas, azules, verdes, rojas y amarillas. Quienes vamos a su mesa nos sabemos su juguete. Ella canturreando alguna canción de los insoportables Credence Clearwater Revival nos despojará de todo nuestro haber, pero es tan lindo mirarla ceñida dentro de ese mezquino pantalón, que nos decimos que es sólo una mano más.
Analía tardó exactos cincuenta y dos minutos para destrozar la billetera y el amor propio de mi jefe. Hay que verlo, eh, no cualquiera tiene su capacidad para mudar el gesto desde el saludo mundano, casi despreciativo para mí, a esa hocico de perro mojado que con los ojos reclama abrigo. Yo lo conozco algo, no digamos mucho, y sé de sus ínfulas de comienzos de mes, cuando su cuenta bancaria rebosa de billetes y también de la palidez que lo asalta cuando el mes lo ahorca, ahí le vuelven los buenos modos y es casi un buen muchacho. Lo que es yo, digamos que perdí mis dos fichas a manos del cero, pero qué me importa: mañana será un gran día.

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