Jade May Hoey

1974-2004

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21.4.05

Sala de lectura

El día que empezaron a poner bombas en la universidad casi no me doy cuenta. Estaba sentado en la mesa grande de la sala de lectura. Enfrente estaba una chica preciosa que se cortaba el pelo cortito, a la moda. A mí, que no soy afecto precisamente a que las mujeres invadan los terrenos masculinos, me introdujo en el fangoso terreno de la duda que no lleva a ninguna parte. ¿Acaso no era deliciosa ver la integralidad de su cara sin los molestos eclipses de la capilaridad en los márgenes? Si en su gesto casi podía adivinarla atravesando uno de esos párrafos ilegibles de Weber, y comprendía que alternaba treguas al perder la vista en el horizonte y de nuevo vamos a la carga hasta y de nuevo apretar el labio inferior entre los dientes y decirse para adentro que a lo mejor sería más fácil diez páginas más adelante. Me daba pena ella, pobrecita, lidiando contra uno de los escribas del régimen pero más pena me daba yo, que hacía demasiado que había abandonado mis esfuerzos por domar al álgebra lineal. De a ratos todo esfuerzo se muestra a sí mismo como una pieza vana del rompecabezas celestial. Y mi cabeza ya estaba rota. Eso era más que notorio, porque a la par que mis manos intentaban una nueva y mágica solución a los sistemas de ecuaciones con múltiples variables, yo lo único que verdaderamente deseaba saber es por qué diablos estaba sentado ahí y no jugando un truquito con los muchachos, a ver quién se dignaba a lavar los platos sucios que ya llevaban casi una semana a la espera de nuestra decisión. Pero ya estaba ahí y tampoco era de mucha utilidad quitarme los lentes, acomodarme el pelo con la mano, volver a mirarla intentando hacer pie en sus arenas movedizas, por que aunque fuésemos los únicos habitantes de ese magno espacio la palabra nos estaba prohibida. El silencio ha de ser la norma infranqueable en toda sala de lectura que se digne de tal. Decidí salir de ahí. Se me ocurrió que lo mejor fuera ir a pedir un libro de los que nunca osaría comprarme, algo de la alta literatura que estudiaban sólo unos pocos elegidos. Pensé en Thomas Mann. Recogí mis lentes y junté mis apuntes. En eso oí el trueno cerca de la ventana. A ella se le cayó el lápiz de las manos. Por un momento nos miramos, pero nos quedamos con el consuelo de volver a nuestras cosas.

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