Jade May Hoey

1974-2004

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2.4.05

Pequeñas anécdotas sobre las instituciones

Para cerrar esta sucesión de desatinos, creo que es oportuno reunir algunos de los cabos que la conversación va dejando sueltos bajo la falsa premisa de tenerlos por meros episodios cuando, se sabe, esos cabos son fértiles para nuevas interpretaciones o desinterpretaciones de este enredo galopante que nos circunda.
Las palabras no son neutrales. El discurso es un hecho político más que otorga a cada palabra un contenido nada inocente. Basta pensar en el tufillo nauseabundo que le ha dejado a la palabra «institución» el sostenido martillar del liberalismo, especialmente en el último cuarto de siglo. Es lógico que así sea: somos todos liberales, de modo que la única cierta es la verdad del mercado, para qué se va a juntar la gente si no es sólo para maximizar la rentabilidad. De otro modo: la única institución que debe permanecer en pie es la empresa; cualquiera otra es subversiva.
Las instituciones son personas que pactan, expresa o tácitamente, un conjunto de reglas y una finalidad. Son necesarias ya que le ponen cierto coto a nuestra finitud como individuos, esto es: extienden el horizonte de nuestras posibilidades. Pero también, y aquí está el meollo, resultan perversas en la medida en que no transparentan sus medios y sus fines, dando lugar a equívocos que desgraciadamente no siempre son inocentes.
Sólo para poner los pies en la tierra, voy a detenerme en un par de casos, aunque podría extenderme ad infinitum.
Analicemos el caso del fútbol.
Supongamos que la federación argentina de clubes se reúne y decide que a partir de ese momento los partidos deben ajustarse a una cuadrícula predeterminada de resultados, enderezada a que se disputen el título de campeón, de modo alternado, aquellos clubes más taquilleros. De acuerdo a la reglamentación vigente, si un club -sea por h, sea por b- se siente perjudicado por alguna circunstancia, debe sujetarse a la justicia de la «república de la pelota» (según la afortunada expresión de Ezequiel Fernández Moores). Aquel que llevara su reclamo a otro ámbito (v.g.: la justicia ordinaria) de inmediato es sancionado con la pérdida de su afiliación.
Pero es evidente que el principal afectado no es club alguno sino un ente difuso: el público; los clubes son los artífices de la reglamentación anómala: unos como promotores, otros como aceptantes.
En la república de las letras, a propósito del incidente Piglia, se verifica un hecho análogo. La manipulación operada en un concurso literario fue denunciada a la justicia ordinaria por un concursante perdidoso y no obstante ser favorecido por la sentencia judicial, quedó para la república de las letras como un buchón, como el ariete de una campaña difamatoria contra el pobre Piglia.
Aquí también la principal damnificada es María del Pueblo que nada sabe de las reglas del mundo literario y confió en que el galardón fuera una garantía de calidad, sucumbió a la presión publicitaria y compró el libro. Está fuera de duda que la pertenencia al circuito, la aceptación de un conjunto de reglas (entre las cuales debió estar la inapelabilidad del fallo del jurado), otorgan al denunciante (como al resto de los participantes) un conocimiento que el público corriente no tiene. En consecuencia son víctimas de un daño, pero en menor medida.
La justicia le dio la razón al denunciante y lo premió con una modesta indemnización, aunque al que suscribe (que entiende más de derecho que de literatura) no le queda del todo claro qué es lo que el tribunal pretendió reparar con esa guita. En todo caso, eso no hace mucho a la cuestión. Sí es crucial que no se haya considerado a esto un delito contra la fe pública, merecedor, en el mejor de los casos, de prisión en suspenso para los involucrados. Queda claro que el bien público afectado es un valor menor dentro de nuestra escala.
Que el desagravio a Piglia esté rubricado por las firmas más destacadas de la republiqueta, que uno de los firmantes sea un juez de la nación, son sólo anécdotas que no deben ocultar el fondo: para la los letrados (¿para la sociedad toda?) es más grave delatar que delinquir.
A modo de apostillas:
si la defensa de Piglia durante estos años fue tan cómica como la que expuso en página/12, ¿no habría que promover la edición de un libro que compile ese valiosísimo testimonio? [si yo fuera un intelectual, firmaría una petición pública]
¿qué hizo Piglia con la plata del premio? [se rechaza por obvio]
¿no es gracioso que el año pasado el premio fuera para Valfierno de Caparrós, una suerte de furgón de cola argento del Código Da Vinci?,
¿no resulta deprimente que un yanquee novele sobre códices y su émulo argentino sobre un caco subalterno?
¿cuánto de autobiográfico hay en Valfierno?
¿es descabellado pensar que el cruce con Guelar (quiero decir: Guelar mismo) fue un elemento más de la campaña promocional del libro premiado?
El problema no son las instituciones en tanto tales, sino las perversiones que suceden cuando no se transparentan sus miembros, medios y finalidades; denunciar los movimientos oscurantistas es el único de modo de no terminar siendo una víctima, sea por sometimiento, por defraudación como por cualquier otra forma ardidosa. Si se presenta al campeonato de la NBA como una competencia deportiva, no está bien que los jugadores consuman drogas; pero si lo consideramos un show no sólo estaría bien sino que habría que analizar si un poco de sangre no le daría más elocuencia al espectáculo. Y la ecuación vale para todo emprendimiento que para existir necesite de la fe pública, sea un weblog colectivo, sea el estado mismo. Se trata, entonces, de erigir instituciones nuevas tanto como de preservar la salubridad de las que tenemos, de prender la luz de las habitaciones, ventilarlas y sacar la basura antes de que pase el recolector de residuos.

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