Jade May Hoey

1974-2004

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13.4.05

tres cruces negras

…y un día llegó el día. Yo lo estaba esperando. Durante los últimos tres meses sólo había ido un par de veces a trabajar en horario. Lo hice casi a hurtadillas, a ver si encontraba a los otros hablando mal de mí, pero nada, ni siquiera alguien que me echara de menos. El resto de los días iba tarde, no demasiado, entre treinta y cuarenta minutos tarde, lo suficiente como para hacer ostensible mi intención de molestar. Lo malo era que nadie se molestaba.
En ocasiones iba al baño sin ganas. Quería cruzarme en los pasillos con alguien que me saludara. Yo no pretendía nada demasiado efusivo. Con un buenos días me hubiera dado por satisfecho. ¿Puede uno acostumbrarse a tanto?
Pero el día llegó. No me despidieron. Simplemente no me renovaron el contrato. Sospeché que se trataría de algún olvido. Hasta ese momento nadie se había quejado de mi baja prestación laboral. En el calificativo lo pongo yo. Nadie podía decírmelo. Al cabo era nada lo que hacía.
A la mañana siguiente fui a quejarme. Me anuncié en la recepción. La empleada no me dio mucha bola. Estaba pintándose las uñas. Insistí. Logré mi objetivo. Me atendió el Adscripto General. Juró que no me recordaba, pero a la vez me dijo que estaba interesado en mis servicios, que le dejara un curriculum, que él me propondría al directorio y que si tenía alguna tarjeta, algún teléfono donde ubicarme, que sólo era cuestión de días, la burocracia, sabe, la tarea de refundación que nos proponemos se encuentra con no pocos obstáculos, pero el recurso humano es lo mejor que tiene cualquier organización, incluso ésta. En fin, le hizo una seña a la secretaria, que me tomó del brazo y me acompañó a la puerta.
Nunca me llamaron.
Entré en la más profunda de las depresiones. Estaba ya harto de ejercer la mendicidad. Nunca he sido lo suficientemente sociable como para extenderle la mano a cualquiera. Además, por si no bastara con la amargura de la gente, está la competencia. Se nota que algunos han ejercido toda la vida y si hay algo que no se adquiere en ningún lado eso es la experiencia. De todos modos, si se pudiera comprar más angustiante hubiera resultado no tener con qué.
Con el tiempo comencé a apreciar la enorme belleza de vivir por las calles. No estaba del todo mal aquello de dormir cada noche en una cama distinta, sólo que algunas noches el frío no daba mucho lugar para dulces sueños y el día era demasiado corto como para echarse una siestita al sol.
La tarde que lo conocí al turco ya era primavera. Pasar ese agosto fue un mensaje del altísimo: yo viviría una larga vida. Era joven. Tenía un largo camino por recorrer, pero no estaba esclarecido respecto del cómo. Conocerlo a él también me cambió la vida. Entre los de mi clase, él era distinto. Era demasiado generoso para ser tan pobre. No tardó en enseñarme un par de casas que él había tomado como suyas. Las dos tenían jardín y tachos de basura llenos de buena comida. Para más él tenía mujer.
Yo hacía mucho ya que no tocaba a una, pero algo me retenía. Era la mujer del único tipo que había sido bueno conmigo. Sin embargo supongo que mis ojos dicen la verdad más a menudo que yo mismo, al menos una verdad de la que ella se dio cuenta bastante rápido. La primera vez fue una noche de luna llena sobre el pastito. Ni siquiera nos importó demasiado que todo estuviera recién regado y que nos llenásemos de barro hasta las orejas.
La lujuria es como el talento, Mayer -me dijo ella una vez-. No puede ocultarse. Jamás me habían dicho algo tan extraordinario, pero nunca creí demasiado en mí y preferí echarle la culpa a los hedores del amor. Quizá ella fuera como yo, que digo cualquier cosa cuando me emborracho.
Nos escapamos del turco y dejamos de vivir pidiendo o, para mejor decir, empezamos a pedir por las malas. Uno puede ser todo lo manso que un perro cuando está bien comido, pero también puede cebarse y yo ya estaba cebado. Por darle de comer a mi mujer no me tembló el pulso a la hora de asaltar a un par de viejitas. El botín fue magro, pero fue el primero, y me acordé de las sabias palabras de mi viejo: los pesos se cuentan de a uno.
Ya estábamos prevenidos. Había que vivir en estado de fuga, pero con la panza llena fue todo más fácil. Incluso, con la economía ya estabilizada pude comprarme un revólver, y después un impermeable, y después un coche e incluso gané cierta fama.
Un día me apresaron y ese fue el mejor día de todos. Tuve un abogado. Le caí simpático, ahora que era un rufián ya podía darme el lujo de ser un seductor. No sólo me sacó sino que me dio un par de trabajitos sencillos. Un día le pegué un susto a un juez, otro día le prendí fuego al auto del intendente. Cobré un buen dinero y para peor a mi patrón la vida también le sonreía. Cuando alcanzó un escaño en el parlamento yo toqué el cielo con las manos. Ya me vestía bien y pronto me empezaron a tocar buenos negocios. Ya no era yo el que tenía que poner el pellejo y era tan dulce.
Había dejado a mi mujer. Nunca creí que el amor fuera para toda la vida. De hecho la pasé muy bien mientras duró, pero ahora yo era otro tipo. Después me dio un poco de culpa, no lo niego, en particular cuando mi nueva mujer se preocupó por ciertos desequilibrios que yo tenía en mi nueva vida y me mandó a una bruja.
La bruja vivía en uno de esos barrios que yo había frecuentado cuando era pobre y aunque quería desprenderme de esa época todo esfuerzo resultaba vano. Me pareció mentira que me hablara con toda soltura de lo que yo había sido. Por eso mismo me inquietó cuando me dijo que veía tres cruces negras en mi futuro, tres cruces en el mes de agosto. Era abril. Estaba al borde la muerte y recién empezaba a saborear las mieles que se me habían negado durante tanto tiempo.
La bruja no me dijo cómo sería y no quise volver para preguntarle. Tal vez un accidente de autos, un resbalón en la bañera, un ajuste de cuentas o la mujer del turco. Todo era mucho peor de lo que pude haber pensado. He vivido aterrorizado. Puse el colchón en el piso para no caerme de la cama, salí a la calle sólo cuando tuve la imperiosa necesidad de hacerlo. Me deshice de mi perro, de la escopeta, de mi mujer. He dejado de leer el diario por temor a ver mi nombre en las necrológicas.
Hoy es 31 de agosto y faltan un par horas para la medianoche. Tengo una botella de whisky escocés y estoy tiritando. Una inmensa nube ha ocultado la luna.

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