Jade May Hoey

1974-2004

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12.4.05

la trama y la marea

A ciertos llamados del destino conviene darles pelota.
Ayer y todos los días anteriores mis divagues internos no salían del por qué, por qué, por qué. Eso no debería causarme el menor asombro. Acostumbrado que estoy a hacerle frente a los sacudones imaginarios casi tanto como a los reales, de algún modo me acomodé a ese deleite absurdo de preferir algunas palabras más que otras, ya no por lo que quieren decir tanto como por el modo en que suenan. Un por qué es mucho mejor que un porque. Y no me pregunten ni por las causas ni por las contingencias que puedan derivarse de ese descubrimiento. Algunas cosas simplemente suceden.
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Todas las buenas historias ya fueron escritas; quedan estas otras, un poco atadas con alambre, atadas a un presente que se siente mejor en una tapera de mala muerte, después de todo qué otra cosa de él que no sea su perpetuo estado de fuga. A punto de dejar la historia a un costado le encuentro un poco de valor. Los actores que la inspiraron, al menos hasta donde yo sé, estando haciendo noche y lo estarán por los próximos diez años, de modo tal que ya no tengo ocasión de cruzarme con ellos y si algún capricho del destino quisiera que eso ocurra, ya no son los mismos ni yo tampoco. Cuando las armas vuelven a su cartuchera y se escoge dejar que el tiempo fluya, que sanen las heridas, todos confesamos lo inconfesable: perdimos la ocasión histórica de alzarnos con toda la gloria.
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Y ya agazapados ellos, cómodo yo, que de algún modo soy un sobreviviente, vemos en el filo de los dientes de una sonrisa compañera como una amenaza de que sólo los nombres hayan cambiado y otros ocupen esos lugares. Quizá ellos también paladeen ahora sus sueños de eternidad y hasta se permitan perseguir la huella que hemos pretendido borrar, algunos para retornar al ruedo con remozadas ínfulas, yo como contador de la historia, al cabo tuve mi momento para ejercer la delación y la dejé pasar para que los abriles maceren los hechos y la historia cierre como una conciliación bancaria.
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Tenté al olvido y no me dio pelota.
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Quise abandonar las armas y no he podido. A punto de conseguirlo estaba, y vi a uno de los nuevos mercenarios. Me escupí los dedos y peiné mis cejas. Si detrás de esto anda el demiurgo de siempre, no estaría bien que oculte mis deseos de venganza.
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Cada pelo en su lugar, canchero en la postura, saco de invierno, rayadito, si no fuera porque hay muchos tipos casi diría que es la marca de Caín, pero no, no es eso. Podría también llevar aros que hagan juego con los zapatos, colorete en las mejillas y echarla a cagar diciendo que es de la tribu de los Patiblanca, eso es lo de menos. Lo que importa es la apariencia amistosa, la afabilidad en que se prodigan los pocos escrúpulos cuando se saben impunes. Este se hace llamar doctor, aunque sabrá dios si pisó alguna vez un aula. Te extiende la mano tibia casi con dureza, te dirá gordito o papi, te tomará del hombro con cualquier excusa y no dejará de mirarte a los ojos. Así son ellos.
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La Historia, mi historia, se escribe sola. Si hasta parece que el demiurgo me moja la oreja y me pone delante los personajes que me faltan, dibujados con trazo grueso, como para que no pierda de vista aquello a lo que me debo.

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