Jade May Hoey

1974-2004

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22.4.05

una mujer saxofón

Tenía plata y una agenda con media docena de números de teléfono para tentar suerte, todas mujeres, a cual más hospitalaria, pero no, ya me sentía derrotado. Ya en el aeropuerto, como quien tienta a la suerte, me senté al lado de un teléfono. No llamaría. Me pararía en ese mismo instante, buscaría la ventanilla de Aerolíneas y confirmaría mi pasaje para las seis. Sólo sentado en el muelle y con el cuello enlazado a una piedra me hubiera sentido más a salvo. Para el después elegí un banco cómodo sin reparar en la rubia que tenía a mi lado. Hubiera jurado que era pariente de una pareja de ancianos, al menos los trataba con una jovialidad que no se conoce en lugares así. Pero apenas llegué yo la dejaron hablando sola.
Para no pasar por loca, o quizá porque lo estaba, siguió hablando como si yo le prestase atención, y de hecho empecé a hacerlo apenas sospeché que esa mujer no estaba bien.
No tardó en comentarme que si estaba ahí era sólo por no llevarle la contra su marido, que ella no era mujer de subiese a aviones así como así, pero te imaginás, la única manera de llegar a Zapala es ésta, te juro que yo muero por tomarme el colectivo de mañana, pero mi marido me mata si no llego a estar hoy.
Un caballero no hace preguntas, y yo fingía serlo en esta ocasión, de modo que no tardé en comprobar que el saquito negro terminaba en unas suaves manos blancas, con delicados dedos de uñas rojizas y alarde de matrimonio potentado. En tren de erigir complicidades le ofrecí un cigarrillo que aceptó temblando y un guardia demasiado amable nos confinó a la penitenciaría de los fumadores, un pequeño rincón que daba a la avenida.
Verla de pie, como una lámina desplegada, me obligó a decirle mi nombre. Yo no podía decirle a Liliana, no era lo correcto, que me causaba la misma impresión que contemplar un saxofón. El brillo exacto, la curva y el detalle para dar todas las notas y yo sin saber por qué lado tomarlo para arrancarle un sonido.
Nos juntamos como partículas de humo. Aplacamos ansiedades como cóncavo y convexo. Yo hablé largamente de la vulgaridad del amor y la santidad de los amantes y ella probablemente no oyó nada más que el arrullo que otras puertas le vedaban.
Cuando volví a estar dentro de mi piel los altavoces llamaban a alguien. Jorge Mayer, puerta seis, último aviso. Ya es hora, le dije. Nos abrazamos con premura y en el abrazo dejé de sentir la tibieza del saquito negro y entreví el ruido de las sirenas, el pegamento en los huesos, los puntos de sutura en todo el mapa.

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