Jade May Hoey

1974-2004

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1.3.07

Deuda con Gloria

Un día de los por venir, lo sospecho, aparcarán en mi vereda los titulares de una serie de acreencias que me vienen torturando desde niño. Me ocurre ahora pensar en Gloria, una señora muy amiga de mi madre, hija de unos portugueses pobres de toda pobreza, de esos muchos atravesaron el océano para encontrar aquí, de este otro lado de las cosas, una suerte de pequeña grandeza, una acumulación de bellezas materiales que daba gusto. La casa de los padres de Gloria quedaba, debe quedar todavía, allá por el kilómetro cuarenta y cuatro y pico de la autovía 2, camino a La Plata, El peligro le llaman los lugareños, un nombre en efecto muy incómodo a la hora de indicarle el destino a un bruto chofer de taxi, por ejemplo. Y aun con los inconvenientes del nombre, es decir el que provocan las fáciles asociaciones a las que la gente echa mano con tal de no gastar la batería del pensamiento, yo me planteo ahora mismo ¿cuál es el gentilicio de la gente de El peligro? ¿los peligrenses? ¿peligreños? ¿peligreros? ¿peligrosos? No había ningún peligro en El peligro, lo único que metía un poco de miedo era la ruta. Para mi gusto, demasiado tránsito, la gente muy apurada. De una y de otra punta de la ruta existían lugares a los que siempre urgió llegar. El peligro, en cambio, nunca le gustó mucho a nadie, y eso que vendían a dos mangos los cinco kilos de naranja, y los terrenos eran tan enormes y tan verdes, que no pocas de las fincas tenían su propia cancha de fútbol y casi con las medidas del reglamento y daba gusto subirse a los techos y no ver a muchos cientos de metros a la redonda nada que sobresalga, ni escuchar nada más que algún pregón lejano, todo por completo ajeno a la propia existencia de los que habitaban bajo ese techo. Los portugueses, eso sí, gente agarrada como casi no he vuelto a ver. Mezquinaban las naranjas, las bergamotas, me obligaban a tomarme toda la coca cola que me servía, en fin, a la legua se notaba qué tan pobres habían sido. La memoria de la miseria es así, no se va nunca. Viven como pobres por temor a volver a serlo, qué remedio. Gente buena, por lo demás, que daban ganas de pasarse días y noches charlando con ellos, muy a pesar de ese cocoliche apenas entendible que lo deja a uno, purrete al fin, más de la mitad de las veces en perfectas ascuas. Gloria no, ella era bien argentina, hablaba perfectamente el idioma, pero se había hecho una comerciante más o menos próspera, abnegada madre de cuatro o cinco varones, ya no recuerdo, y de una nena, Silvita, que había tenido la desgracia, apenas siendo una bebé, de poner su andar bajo la marchatrás de la camioneta de su padre. Pobre criatura. Siempre habló como si fuera una persona mayor. Me refiero a la dicción; es claro que los niños hablan, en todo lo demás, mucho mejor que sus padres. La recuerdo reprochando el uniforme de domingo que le había puesto su madre, un vestido que dejaba ver las ortopedias. Así nunca me van a saludar los morochos, decía, y amagaba el pucherito de una diva, toda una diva. Gloria me prestó, o yo elegí, ya no lo sé, un libro de su biblioteca para prestarme, la biblioteca de sus hijos en realidad, aunque los mayores tenían toda la pinta de ser unos atorrantes marca cañón. Me prestó, o elegí, las fábulas de Esopo. Ese fue el segundo volumen que leí en mi vida. El primero fue, también ajeno, Dos años de vacaciones, de Julio Verne. Los dos tuvieron el mismo fin: los agarró mi hermana y ya no fueron libros. Se transformaron en los cuadernos en los que la niña bocetaba sus primeros dibujos, pequeños grandes alimentos para el fuego y el viento.

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