Jade May Hoey

1974-2004

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2.3.07

El límite de la democracia

Desde que los tiempos son tiempos, el primer mandatario encabeza el acto formal por el que se deja inaugurado un nuevo período de sesiones del parlamento. Así es en la nación, en las provincias y en las municipalidades.
El discurso, si es el primero de la gestión, debería enderezarse a describir el plan de acción. O algo que se le parezca. Los períodos subsiguientes la van más de balances pero siempre hay alguna que otra promesa.
El discurso suele durar una hora. A dios gracias estamos lejos de esos países del tercer mundo donde los los presidentes hablan horas y horas. No obstante, la regla es el tedio y no cabe tener esperanzas de otra cosa.
Hay que recordar que se trata de discursos leídos, lo que le quita toda emoción al asunto y que en la composición trabajan burócratas de la más variada laya, acaso con el auxilio de algún escriba profesional, de los que no abundan en las oficinas públicas.
En fin, para cortar el tedio, puntualmente, cada determinada cantidad de párrafos, o ante una frase destinada al impacto, los parlamentarios que forman la tropa oficialista rompen en aplausos más o menos enfáticos a lo que, en general, el orador responde repitiendo la última frase que se empeñaba en leer, como dejando en claro que se trata de un hecho espontáneo y no de un efecto convenido o buscado.
Ayer, primer día de marzo, ceremonias por el estilo se extendieron en todas las comunas del país. La prensa dio generosa cuenta de lo sucedido y, como siempre, remarcó esas frases llamadas a ser repetidas a fuerza de aplausos.
Tomo una y sólo una que ha sido capaz de asombrarme, y créanme que no es poca cosa. Uno de estos muchachos dijo: menos daño hace un delincuente que un mal juez. Yo también tuve que leerla dos veces y no obstante eso me quedé pensando si quien lo dijo está seguro de lo dicho. Sí, y no sólo eso, además está convencido de estar en lo cierto. Tanto es así que hace unos meses encabezó una autodenominada "marcha contra la justicia".
En fin, si yo estuviera con otro humor, comentaría el estado de la administración de justicia, la desastrosa articulación con el régimen penal y la política carcelaria. Comentaría, por ejemplo, que hace unos pocos años, durante el mes previo a las elecciones, los dos principales candidatos pactaron con el hampa una especie de alto el fuego, no fuera cosa que la inseguridad alterase la convicción de los votantes. O me detendría en las acepciones que la academia asigna a la palabra delincuente. O escogería tres o cuatro delitos al azar y las compararía con algunas acciones el poder judicial. O, por último, trataría de elucubrar el sentido de la expresión "mal juez". Pero no, nada de eso.
Mejor me quedo pensando en el escriba profesional que puso adornos retóricos a un giro que no por temerario causa sorpresa. Un cipayo.
El límite de la democracia, ya lo ha dicho Sartori, es la ignorancia.

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