Jade May Hoey

1974-2004

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14.2.07

Ya es hora

Hace mucho tiempo ya, yo trabajaba, tenía las manos curtidas, no me importaba demasiado la horda de bichos en plan de dejar en mis brazos, en mis piernas desnudas, la huella de sus andanzas, las ronchas que aprendí a ver con resignación y sobre todas las cosas a no rascarme. No tenía, como ahora, estas manos de oficinista, acostumbradas a tipear documentos de word con los que no estoy muy de acuerdo, a diseñar primero, y completar después, interminables planillas de cálculo, que apenas si sirven para verificar que la cosa no va tan bien como la pintan. Tampoco tenía los ojos tan cansados. Ni las piernas tan faltas de sol. Hace mucho tiempo ya, yo trabajaba, y un poco era feliz, sobre todo a la hora de volver a casa, e incluso un buen rato antes, cuando las últimas luces del día marcaban que ya era tiempo de ir poner en su sitio cada herramienta. Ese camino, el que me llevaba de nuevo a casa, era lo más grato en lo que se me ocurría pensar. Un rastrillo sobre un hombro, o una pala y la regadera en la otra mano, el saludo con la cabeza a los vecinos de siempre, que aprovechaban esa pequeña y tardía tregua que el calor les daba y salían a la vereda a tomarse unos mates, el finado don Antonio, que ocasionalmente demoraba a mi viejo con alguna charla pueril y yo que me quedaba con él, con ellos, por hacerle un poco de compañía, como si fuera una parte más del trabajo. Y después el baño, la cena copiosa, el placer de terminar un día más. De haber ganado la vida. De haberle dado batalla a los rigores del sol, que amenazaba quemarlo todo y de hecho a veces lo hacía y le daba a todas las plantas ese aspecto de achucharramiento que era propio de las hojas del zapallo.
Con nosotros, con papá y yo, solía trabajar un bolita, Castro, como muchos de los bolitas que vivían en el pueblo, aunque a los otros, a la mayoría de ellos, les había tocado mejor suerte y administraban comercios que se cagaban de risa de la crisis que decían en la televisión. El, viudo, un tendal de hijos que mantener, desempleado desde que un decreto firmado frente la lejana e ilusoria Plaza de Mayo había decretado que la mina de hierro no iba más, no se cobraba por su trabajo más que lo que tomaba de la huerta para comer. Un pobre hombre, lo mismo que mi viejo. Después de todo, había quién decía que yo todavía no era ni siquiera un joven, que tenía por delante, y que si me esmeraba y tomaba por el camino de los libros, no pasaría por las penurias que ellos, que no eran tantas, al menos a mis ojos, tan felices se los veía cargando las bolsas cuando llegaba la cosecha. Todo era trabajar. Poco más que eso.

Por cosas así fue que una tarde, me calenté más de la cuenta cuando mi viejo me mandó a la casa del bolita, no muy lejos del predio que trabajábamos. Se le había ocurrido que quería mate. Una locura. El no tomaba mate desde hacía mucho tiempo. Le hacía mal. Después de la úlcera no comía otra cosa que no fueran verduras hervidas y tomaba leche, mucha leche, dos o tres litros por día, dando unos sorbos gruesos con ruido que me a mí me volvían loco o poco menos, porque me daba la impresión de que eso era la pura barbarie. Igual que las hijas del bolita, a las que a mí no me interesaba, bajo ningún punto de vista, arrancar de lo que hacían en la casa, o dejaban de hacer, para pedirles una pava de agua caliente, un mate y un poco de yerba sólo porque al loco de mi viejo se le había ocurrido que esa tarde tenía que hacer un desarreglo. Me negué. Primero postergué la ida con alguna excusa estúpida. Cambiar la manguera del riego, pongamos. Después con algún énfasis. Papá gritó. Yo, carne de su carne, mucho más testarudo que él, no me dejé amedrentar y hoy mismo nadie me corre con un grito, cosas que se aprenden. Para mal o para bien. Con dolor. Se aprenden. Yo las aprendí.

Pero algunos aprendizajes tardan más de la cuenta y a veces duele demasiado comprobar que ese tarde se mide en años. Papá quería hacer un alto, y sólo eso. Posiblemente el mate tenía que tomármelo yo, que ya estaba en edad de hacerlo. No él, que estaba cagado de las tripas, y con un mate caliente lo hubiera echado todo a perder. Mucho menos el bolita. El bolita sólo quería trabajar. A papá una pausa le bastaba. Estaba amigable. Quería conversar.

Para vos, bolita, dijo mi padre, ¿qué significa la navidad?

Faltaba poco para la navidad. Los comercios estaban adornados para la ocasión. Rescataban del año anterior alguna guirnalda y el aporreado árbol al que cargaban de bolas de colores y y una estrella en la punta. Vendían sidras y pan dulce y turrones y garrapiñadas. Esa era la navidad casi para todo el mundo, pero sólo esa tarde sabríamos que era la navidad para el bolita, para esa voz poca amiga de la charla inútil, para ese cuero cansado de sol que debajo de la ropa y el sudor no sabía otra cosa que trabajar.

Para mí, dijo el bolita, la navidad es dejar de comer puchero.

Por tonterías como esta, por lo mucho que puede decirse con apenas un puñado de palabras que tan al alcance están de quien le preste el oído a un boliviano, es que me indigna, me asquea, me repugna, me exaspera, me dan ganas de llenarme los bolsillos de piedras y romper todos los vidrios cuando me entero de alguien que tiene que copiar una novela ajena para escribir sobre bolitas.
Y nada que decir sobre los intelectuales que vindican el plagio. O sí, qué maravilla es tener el apoyo del comisario del Premio Cervantes. Ellos también son indignantes. Ellos, que no son otra cosa que firmar solicitadas acá, solicitadas allá, meando territorios como medio para la conquista.
Despierten, estúpidos. Ya es hora.

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