Jade May Hoey

1974-2004

Powered by Blogger


Locations of visitors to this page

22.2.07

Si me viera Noé...

Después no importa nada, les aseguro. Nada, nada (tortura en la radio). Bah, un poco sí. Distinto sería echar mano a otra muda de ropa y no tener que ver el agua caer lenta de la camisa, de los pantalones, ver el color negruzco en el marrón de los zapatos, y el incesante goteo en las manos, en el pelo, y con lo que costó ajustar el peinado, el de siempre, el de memoria bajo el spray.
Deja de importar la ciudad, por ejemplo, (ahora es Paulina), y eso que la he puteado una y otra vez en lo que duró el trayecto. Miento. Sé que miento, que no he tenido fuerzas para decir una sola palabra hasta llegar a tierra firme y ni tampoco. Sé que he preferido quedarme a ver la lluvia tras la ventana, los coches apurados, la luz pequeña de sus faros zigzagueando, algún que otro paraguas, mucho transeúnte corriendo hasta donde las patas le den, y las mil y una perforaciones del agua sobre el agua en los charcos, pero bueno sería que comience las cosas por el principio.
Salí y era la hora, tanto que un último recuerdo me sobresaltó. Algo me faltaba y no tardé en remediarlo. Era un papel (nadie podrá olvidar los Grammy del 94), lo doblé en dos, no sé por qué. Fue un gesto. Habré querido preservar la cara escrita del roce con las lapiceras sueltas en el bolsillo del maletín. Algo así.
Salí, decía, me sentía con tiempo, prendí uno, y no apuré el paso hasta llegar a la Gales. Antes de la estación lo tiré. Estaba por la mitad pero yo estaba en situación de darme saciado de todos los placeres del mundo. Afuera relampagueaba. Vi mi camisa, una a cuadritos, la más veraniega de mi placard, regalo de mi madre, y por un segundo deseé que eso que se avecinaba en el cielo no pasara de una tormenta de verano, diez minutos, cosa de nada.
Vi en el revistero que nadie se ha comprado el libro de Hemingway que salió con el diario el jueves pasado. Vi que en Don Otto me sigue faltando la morocha que me alegraba las mañanas y que hay en su lugar una rubia desabrida, edad indefinida, que la va de simpática un poco a la fuerza con los choferes del colectivo que llega de Esquel, en fin, las cosas de siempre, sólo que yo nunca me acostumbro.
En mi andén no estaba el coche de David, el 26. El resto, Walter, la vieja enana, la petisa que suele sentarse al lado mío, improvisaban una fila. No hace falta hacer fila en realidad. El coche viene vacío. Todos podemos ir sentados. Pero hay algo de orden socialista en eso de guardar el orden de llegada. Sólo por vicio me quedé a un costado. Un trueno sin majada sonó y todas las miradas se miraron.
Llegó David. Lo de siempre. Canciones de Valeria Lynch y Banana Pueyrredón. La enana que saluda a todos, a Walter le piden el diario. David pide que le lean el pronóstico. Alguien repasa en voz alta las policiales. Seis y diez, nos vamos antes de que lleguen los bolsos, dice David y pone la marcha atrás.
Tres o cuatro gotas salpican la ventanilla. Presiento que hoy puede ser un día que valga la pena. Es jueves. En la primera parada se suben los de siempre. La flaca de cara verde, para mi asombro, busca lugar en las últimas filas. Saluda a cada uno a su paso, pero se olvida de mí y le estoy muy agradecido. La avenida, la galería Fénix, los de siempre. Para ser sincero, me falta alguien. Hubo un tiempo en que había una indiecita que me gustaba. Ocasionalmente se subía al 26, no sé por qué, tal vez por desorientación. Discretamente bonita, todo en su lugar, pañuelito al cuello, pero hace rato que no la veo. Me consuelo entonces cuando veo subir a otra como ella, un poco más fornida, siempre con largas faldas que no opacan lo bello de su figura. Está bien. Son las seis y cuarto. No soy demasiado exigente.
De reojo la veo subir, hoy de pantalones blancos, y me entusiasmo pensando en que hoy sí voy a asomar mi vista al pasillo para verla por entero y sin restricciones, pero, segunda sorpresa de la mañana (¿o van tres ya?), elige sentarse conmigo y yo celebro en secreto su elección. La última vez que se sentó conmigo, y a esto lo sé ahora que he consultado mi libreta azul, fue el 14 de febrero. Lo recordaría de todos modos, sin necesidad de chequear el dato, porque fue el 14 un gran día y yo ya me daba por pagado con sentir la vecindad de un culito mullido, lo mejor que puede pasarle a uno a esas horas.
Hoy me doy cuenta cuán ancha es de espaldas. A pesar de ser los dos bastante delgados, no consigo evitar el roce permanente de mi brazo izquierdo con su brazo derecho. Se pertrecha, toma de la cartera el espejo, comprueba que está todo en orden. Afuera llueve con más intensidad. Siguen subiendo pasajeros y sospecho que hoy quizá no haya lugar y a los últimos les toque hacer el trayecto de pie. Ahora toma su teléfono. La luz azul me encandila. Cierra la tapa. Me dice, y es ésta la primera vez que me habla, cosa que también anoto en mi libreta, me da miedo viajar en días así, yo finjo tranquilidad. He viajado cientas de veces como ésta. Recuerdo, sin ir más lejos, cuando conocí la ruta El Bolsón-Bariloche (¿te acordás?), eso sí que metía miedo. Llovía como nunca. El auto precedente siempre levantaba agua. No se veía nada de nada y una curva acá, un curvón, otra curva, y yo que no sabía de dónde agarrarme. Me siento un poco como esos estúpidos que invitan a la novia a ver una película de terror, a ver si aprovechan a forzar lo que ellas no quieren, más roce, más miedo en ella, lo que permite suponer más hombría en él, pero la verdad es que a mí la hombría nunca me ha sobrado.
Truena. Durante las curvas el agua pega duramente contra las ventanillas. Está inquieta. No deja de sacudir la pierna derecha. Ahora finjo desinterés. En el fondo del cielo clarea el amanecer. Creo que en nuestro destino no habrá ni lluvia ni nubes para amenazarnos. Se lo digo. Ella finge interés pero no me cree una palabra.
El coche se detiene. Miramos a los costados buscando razones. Sube un pibe, tiene la campera empapada. David lo hizo correr unos buenos metros, el pibe se lo reprocha. El chofer se excusa. En verdad no se ve casi nada.
Primera y segunda paradas. Da la impresión de que no será fácil el descenso. El agua anegó todas las esquinas. David no lo toma en cuenta. Todos los que se bajan lo hacen dando un salto que es digno de verse. Muchachos de traje, señoras con tacones, todos corren el riesgo de un mal movimiento y dar su humanidad contra el suelo. Tanto da. Llueve tanto que la mojadura, de todos modos, es un hecho.
Tercera parada. En la entrada del ministerio hay más luces para ver. Alguien, antes de bajarse, desliza un ¿y ahora?, todos se preguntan lo mismo. Alguno, no lo veo, de seguro se persigna. Después el salto y la carrera. Cinco, diez metros hasta la puerta. El coche de nuevo en marcha. Es mi turno de bajar. Ella, según tengo anotado, siempre se baja después que yo, así que no sé dónde trabaja. Miro en su mano un anillo en el dedo de la alianza. Me pregunto si es cosa buena preguntarse por estados civiles debajo de semejante aguacero. Es demasiado tosco. No puede ser una alianza. Es grueso. Parece de acero. En todo caso, el marido tendrá mal gusto para las alhajas pero ¡qué caramelito que se come! Ya me veo pidiéndole permiso, forzándola a salir al pasillo, quizás a adelantarse un par de asientos, que es lo que más deseo para verle el culo por última vez, pero está visto que hoy es un día con demasiadas sorpresas. Se prende en la fila india. Ella también baja.
Maldigo lo que me hace tomar el 26. Maldigo a las chicas y a sus conjuntitos ceñidos. Maldigo a las seis o siete cuadras que me faltan hacer y me veré obligado a encarar entre charcos y bajo una lluvia torrencial. Maldigo no tener ninguna amistad en el Instituto como para subir yo también la rampa y quedarme dando vueltas hasta que el agua pare. Hago dos metros en la dirección planeada. Ya no veo nada. No hay sitio donde guarecerse. Retrocedo. Elijo el plan b.
Es otra calle. A diez metros hay una cabina de teléfonos. Allí me quedo. Mi camisa, y han sido sólo diez metros, chorrea como si la estuviera lavando. Los zapatos son pura agua. El pelo, las cejas, la nariz, todo me gotea. Miro los autos pasar, sus pequeños faros alumbrando las olas que el viento improvisa sobre la calle 9 de julio. Son 30 centímetros, no más, pero avanzan dando zancadas que más quisiera yo para mis pies. Hay autos a contramano. Gente que se baja corriendo de los colectivos. Un ciclista, toda la cabeza dentro de la campera, que pedalea sin mirar a dónde va, las frenadas bruscas. Hago señas y nadie me ve. No sé para qué lo hago. Nadie querría rescatarme. Voy a llegar tarde. Estoy tentado de discar nuestro número y decirles ey, estoy acá, a la vuelta del Instituto, en la cabina telefónica, manden un móvil, pero desde que dejé de usar el reloj no sé en qué horas vivo. Deben ser las menos cinco, me consuelo. Todavía no son las siete, me digo, y ya deben haber pasado diez minutos. Lo sé por el movimiento. Lo intuyo porque no ha dejado de llover, todo está oscuro menos las luces que vienen y van a toda carrera.
Decido que ya es tiempo de salir.
Hay dos caminos. Una chance es retomar el plan a. Tendría una cuadra y media hasta los cajeros automáticos. Podría hacer una escala en la estación de servicio. La otra es la intemperie. Me juego a todo o nada. A los veinte metros estoy arrepentido. No tengo donde guarecerme. Subestimé a los goterones helados que ahora me atacan por la espalda y se mofan del maletín que ahora llevo por sombrero. Doblo en la esquina, en lo que creo es la esquina. Estoy agitado y con los ojos llenos de agua. Mi cuerpo pide una tregua. Con gusto se la daría si encontrara un porchecito, un balcón, pero en vez de eso me encuentro con mangueras que desagotan a la calle, con canaletas de los techos que desembocan a mitad de la vereda y me obligan a no guardar una línea recta.
Con suerte, ya estaré a una cuadra de la plaza. Basta que dé un salto lo bastante largo. El salto es casi perfecto. Quiero correr por sus pasillos de laja y levanto agua para todos lados, y trago y lloro y tengo ganas de gritar pero es que estoy tan agitado que me dan ganas de reír, porque hay gente que hace el camino inverso y yo levanto tanta agua que podrían devolverme un insulto, y nada de eso. Qué más da. Esta y aquella lo mismo son el agua, de cielo, un poco más sucia, un poco más gastada por los zapatos que corren y doy gracias de no tener que llevar tacos altos, pero si fuera mujer no llevaría medias y no tendría problemas en llegar y descalzarme, pero esta humedad en las medias, esta camisa y este pantalón por único indumento harán de esta mañana mi condena.
Ahora voy campo traviesa por el césped de la plaza. Estoy a un metro y medio de la cale Maíz y no sé cómo saltarlos. Hago lo que puedo. Me salpico un poco más. Ahora son dos metros hasta la vereda. El agua es negra. Sigo a alguien que busca ese resquicio para dar un salto digno. No hay. Así hasta Trelew, me dice el tipo, y se ríe, y me deja, y decide saltar en un sitio donde yo no podría. Qué más da. Ya estoy mojado y piso el agua podrida y me echo a correr por la vereda y las baldosas flojas levanto más agua. Perdí toda mi dignidad y me queda otra cuadra y media. Acelero. Y estoy cerca. Freno antes de que me atropelle un colectivo. Acelero, ahora es un auto, estoy a un salto de mi vereda. Quiero volver a respirar y que todo esto acabe.

Comments on "Si me viera Noé..."

 

post a comment