Jade May Hoey

1974-2004

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10.8.07

33

La extraño un poco. No puedo negarlo. Un poco, pero no lo suficiente como para levantar el tubo y marcar las benditas ocho cifras. Debe estar allí detrás. Es más: debe saber lo que yo ahora mismo estoy pensando. Pobrecita. Yo ahora mismo no pienso en nada. O a lo mejor sí, en el llamado de los buenos días, en el pudor con el que se refería a algunas de nuestras cosas en común. Contame cosotas, me decía, y yo no es que tuviera un libreto preparado ni nada, sino que echaba a rodar la bola del pinball. Pim, pum, te has ganado una vida. Qué manera de decir cosotas. No alcanzamos a ser una manada. Siempre los dos, siempre ella y yo, el pucho colgando entre los labios. Parece que hubieran pasado mil años y sólo fueron tres o cuatro. Ahora el pucho entre los labios es un acto necesario, casi subversivo. Ahora las cosas graves que sucedían a nuestro alrededor parecen niñerías. Las mías siempre fueron las más graves. Yo no me daba cuenta. Yo sonreía, yo ejercitaba la memoria y metía una cosota atrás de la otra. El tren. Todas las estaciones de la vida. A punto de llorar. La servilleta limpiando la humedad traicionera. La pucha. Ahora la panza llena de huesos, algunos meses todavía por delante, la discusión por el nombre y ojalá que nunca te abandonen. Te esperaba la otra noche. Sí, sí, te lo juro. Apenas hubieras traspuesto el umbral que tengo detrás de mí no sé la cara que hubiese hecho. Qué importa, ¿no?, a esta altura, treintaytrés en mesa, somos otra gente.

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