Jade May Hoey

1974-2004

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16.1.07

Yo no me río

Por ahí fue otra y la niego. Quién sabe. Tenía dientes feos. Le gustaba mucho reírse. Se reía de las cosas que yo decía y volvía a enseñar sus dientes feos y éramos tan chicos que hasta tengo muy presente a sus hermanos, los mellizos, que cada tanto me reprendían por los excesos que yo cometía en legítima exploración amistosa.

Creo que siempre les tuve miedo. Que alguna vez, por alguna razón que ya nunca recordaré, me persiguieron cuadras y cuadras hasta que me alcanzaron. Ellos eran dos y yo siempre he sido uno y de a ratos no vieran lo cobarde, pero creo que en esa cobardía residía algo de sano juicio. Uno es menos que dos. Uno se cansa antes que dos. Uno, a la hora de decidir, tiene un segundo más que los dos, pero con los pies cansados de correr, caminar, saltar tapias y gambetear perros, quién puede hacer gala de estratega.

Les tenía miedo, sí, pero ella tenía feos dientes. Yo era bastante tonto y creía que los dientes torcidos eran una cosa contagiosa. Así que apenas se me aflojaba un diente de leche, empezaba a darle y darle, con el dedo, con la lengua, hasta que lo dejaba a punto. A papá eso no le gustaba nada. Me decía que iba a crecer con los dedos torcidos y al menos en eso no le ha faltado razón.

No pudo saber que yo fumaría del modo en que lo hago y que el tiempo le daría a mis dientes torcidos un color amarillento bastante feo de ver. Un color que no se cura con nada. Un color que me obliga retacear la sonrisa.

Cuando pienso que cada vez me río menos y me pasa por la cabeza que todo pueda ser culpa de los dientes amarillos del tabaco, me da por echar de menos a aquella que hubiese sido mi primera novia si no fuera por sus dientes torcidos y sus ganas de echarse a reír por las tonterías que entonces decía.

Todavía digo tonterías, pero mirame bien: yo no me río.

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