Otros platos de sopa
De grande, sus dientes se hicieron más feos. Un día yo viajé, vacaciones, algo por el estilo, y a la vuelta no me dieron ganas de cruzar la calle al trote, tantear si la puerta de la cocina estaba abierta, o sino llamarla por su nombre con un grito o dos, y que ella apareciese, un poco despeinada, enseñando losdientes que no me gustaba ver, y un beso en la mejilla, que tan buenos amigos siempre habíamos sido. No me ocurrió pensar en que no había traspuesto ese límite sino hasta mucho tiempo después. Ya era verano. Había empezado a lenta y prolijamente a construir mi yo literario. Leía libros en la biblioteca. Si me gustaban, volvía a leerlos, ahora más rápido. Si me gustaban mucho, me los quedaba. En ese tiempo era más sencillo meter lo que a uno le gustaba en la mochila de la escuela. A quién le pasaría por la cabeza que un chico de mi edad cometiera estas tropelías. De última, siempre creí que el sueño de todo bibliotecario era forjar lectores, no importaba a qué precio. Incluso a riesgo de perder ese capital sagrado. Los enemigos eran muy otros: los que llenaban de ruido la sala de lectura. Rayaban los libros. O los mutilaban. Me gustó pensar que ya era grande y ella apenas una niña, pero mi padre, de tarde en tarde, me recordaba que me faltaban tomar muchos platos de sopa todavía, antes de ser grande. Yo, de puro rebelde, creía que me harían grande los libros y no los platos de sopa, así que me la pasaba la mayor parte de mi tiempo libre enclaustrado en mi cuarto leyendo, pensando en alguna cosa. O en ninguna, que era incluso mucho mejor. Y al poco tiempo ella tuvo un crío. Alguien me lo contó. Pensó que podría interesarme. |
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