Jade May Hoey

1974-2004

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8.1.07

Antes de llegar

De apuro, sin demasiado a pensarlo, como si todo el mudno supiese que no estoy muy seguro de lo que hago y por ende cada segundo fuese concebido para aumentar mi duda, para decir a un momento sí y al poco rato no y no haber mentido ninguna de las veces.
Junto los bártulos, un poco contento de que esta vez sean menos, y me siento a esperar. A esperar que no duela mucho. A esperar que me guste.
Y el viaje fue el mismo tumulto que es siempre, agravado por el calor de la época y la multitud que se agolpa en cada parada para subir, para empujar a su vecino de asiento, para pedirle permiso para ir al baño, y los equipajes manoseados y tratados como si fuera no sé qué mercancía blindada, incapaz de romperse a manos de ese ejército de jovencitos de remera colorada, que no se quedan cortos a la hora de pedir una moneda y de las gordas, pero después acomodarán la maleta en el punto opuesto a la abertura de la bodega.
Unos niños que gritan y sus gritos son las únicas voces que pueden oírse en castellano. Oigo el murmullo y trato de adivinarlos. Ingleses, alemanes, franceses. Me desconciertan un joven y sus dos amigas, lesbianas ellas, vecinos a mi butaca, que balbucean una lengua imposible. Al voltearse el joven hacia mí veo en su remera la bandera griega y me entusiasmo, porque creo que no hay país en la tierra que me interese más conocer que Grecia, y queda tan lejos, como lejana a él, a ellos, estará la patagonia, esta inmensidad que no mengua ante el disparo de sus cámaras.
Me gusta mucho oírlos, pero claro que con lo lindas que son las chicas y con la prodigalidad que destinan a mimosear en las cinco horas que dura este tramo, se ha hecho un poco difícil comprobar si en verdad hablan en griego, algo que en verdad nunca podría aseverar, o si se trata de una lengua más cercana, hasta que dejo de mirarlas y escucho a una que ya sólo faltan treinta kilómetros, y mejor parar allí, más encontrar dónde pasar la noche.
Son de un Brasil muy extraño a mí.
Y luego, también vecinas mías, cuatro jovencitas, todas menores de veinte, estoy seguro, sus culitos todavía no del todo maduros, esas ganas de reírse a carcajadas jugando al viejo y querido ahorcado, tomando como enigma a resolver el nombre de lugares por los que anduvieron y todo el desconcierto sobre mí cuando les oigo nombrar las letras como bi, el, quiu, pero también a, o, chi.
Nunca sabré de dónde eran, pero qué hermosas.
Y también las noches de calor en la meseta.

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