Jade May Hoey

1974-2004

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24.1.07

6 x 6 x 6 x 6

¿Qué habrá sido de Alexia Potemkin? Tantos años sin saber de ella y con lo linda que era. A los diecisiete, claro, ahora puedo imaginarla –en realidad debo, debo imaginarla– hinchada de caderas, madre de dos o tres hijos, acaso esposa infiel, ¿o se habrá quitado las antiguas mañas?, ¿o será una profesional pujante, a cargo de una buena cantidad de empleados a los que gobierna con mano de hierro, ataviada en trajecitos color pastel, Marlboro y telefonito en una mano, anillo de compromiso en un dedo de la otra? ¿Y si estuviera sola? ¿Y si fuera una mujer, como tantas, abandonada, si le llenaron la cabeza con promesas de amor imposibles de cumplir y un buen día del señor se encontró en una casa ajena, rodeada de caras, de cosas, de malicias ajenas?
Como sea que se hayan dado las cosas, la lejanía se ahonda en el tiempo. Tanto que yo supe dónde se mudó la primera vez y hasta tuve en mis manos un papelito amarillo y en letras de imprenta el nombre de uno de los próceres, un número, ésta es mi casa, cuándo tengas ganas, cuando puedas darte una vuelta, incluso podés quedarte, pero yo no hice demasiado caso al convite, no me lo creí del todo.
Tampoco creía que ella fuera la que yo conocí cuando éramos niños. Tantas veces nuestros padres se juntaban a almorzar que bien podíamos habernos sabido primos desde siempre, aunque este siempre hubiese empezado a los cinco años, acaso una de sus hermanas –las chicas del kiosco, les decía yo cuando mamá me pedía que le contase– levantándome hasta un infinito par de metros y yo todo terror en las muñecas, algo que sin parecerse al miedo sin dudas lo era, y también la emoción, la curiosidad, el deseo incontenible de ir incluso un poco más arriba para ver, para saber qué mundo se escondía detrás de aquella tapia, pero no, es posible que la cosa no haya acabado bien. Es posible que yo haya llorado de miedo primero y por el sopapo de la hermana mayor después. O que me haya caído y me dolieran los magullones, la risa de la hermana mayor, el modo en que corría y se llevaba a Alexia, el modo en que me dejaba solo.
Qué importaba que mi madre después me invitara a jugar de nuevo con las chicas del kiosco, qué si antes se me había enojado tanto conmigo, con esas lágrimas que se habían pegoteado con tierra en las mejillas y los codos raspados, la cascarita que nunca acababa de formarse, mi ansiedad por quitarla antes de que crezca, la escala de colores que mudaba del rosa al blanco, blanco sobre un brazo morenito de veranos con el torso al viento, si yo no quería ir, tenía miedo por mí, pero también tenía miedo por ellos, papá y mamá que iban a comer a casa de los papás de Alexia, Alberto y Margarita, él tan ruso, tan alto, tan corto de palabras, y ella con la cara empolvada, sus gritos, la forma en que evitaba reírse, y los chicos afuera, a comer a lo de los tíos, esto era un asunto de grandes.
Eso hasta que ellos se fueron a vivir a un barrio de gente bien y dejamos de vernos para siempre, hasta ese día que apareció en la escuela y le escuché a alguien que teníamos que darle la bienvenida a la piba nueva y a mí me pareció una gran idea porque la piba nueva tenía unos hermosos ojos verdes que esplendían en esa cara llena de sol, tanto que el día que echamos a suerte los grupos y a mí me tocó con ella estaba con una cosa acá, a los lados del ombligo, que yo creía que mi panza se despacharía con algún ruido que me dejaría en ridículo delante de la piba nueva, y un profesor estúpido, especialista en cuestiones estúpidas, que nos planteaba cosas no menos estúpidas, problemas de ingenio, por ejemplo, y yo que aprovecho un silencio sepulcral que se da en el aula –esta vez nadie tenía ni remota idea de la solución– para tomar el riesgo de alzar la voz, un poco trémula al comienzo, y no hubo más remedio que pararme enfrente de todos y explicar con números cómo era que se me había ocurrido, la vacilación que dura menos que un instante y ante mis ojos y mis oídos, pero principalmente ante los poros de aquella piel gastada de verano, sucedió el derrumbe de un cielo, seda, fibra de vidrio, yo qué sé, caricias puntiagudas, gritos, forcejeos, un intenso calor surgido a mitad del pecho y en la boca una sal que no volví a cosechar sino en bocas que me estaban prohibidas.
Ocurrió así.
O de un modo no muy distinto.

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