Jade May Hoey

1974-2004

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30.11.06

Promesa

Hubo un tiempo en el que tuvimos perro, bah, miro atrás y es como si toda la vida hubiéramos tenido uno, grande, chiquito, lo que venga, en general feo, sin raza, apenas de la calle. En el extremo sudeste del patio estuvo prevista la cucha, con bastante espacio como para que al bicho no le dé claustrofobia. Todavía me cuesta entender por qué nuestros perros purgaban esa reclusión bajo una cadena no muy larga. De seguro todos se esmerarían en el insufrible ladrido que es propio de los perros encadenados. Hoy mismo lo distingo al oído. Es un ladrido resentido, dicho con tristeza, con bronca. Ninguno tuvo nombre, salvo aquel que me acompañaba cuando muy niño a la casa del viejo Hoffmann y otras tantas aventuras. El mundo tenía una cuadra de largo. Un perro era bastante cuidado. Los otros, los sin nombre, fueron el perro.
Una vez mamá se cansó del perro. No sé por qué habría sido. Hay algo que ha hecho fogoso a su temperamento, algo que yo no heredé más que en algunos raptos que me son poco fecuentes. Gracias a dios. A un hombre nadie le tolera la histeria. En fin, mamá echó al perro de su rincón, lo desalojó del recinto de sus funciones de vigilancia, lo privó del alimento. Lo desterró.
El perro no fue demasiado lejos. Siendo mi casa como casi todas en el barrio, mediaba un trecho entre la vereda y la puerta, y allí fue el sitio en el que se estableció el perro. Nadie se atrevería a echarlo. Después de todo, allí mejor que en ninguna parte cuidaría de la casa. Y así hasta la muerte. Un día murió el perro. Murió de viejo. En casa no fue noticia porque demasiado tiempo había pasado desde que él no pertenecía a la casa. Era un perro de la calle y sólo un rasgo de estúpida lealtad, quizás la memoria de las cadenas, había hecho de él un tipo sedentario.

Dos veces al día ando por la calle Sarmiento. Media cuadra antes de Lewis Jones hay un perro que cuida una puerta. Como el perro que fue nuestro, sólo que el nuestro no tenía ningún color y este sí, este es de un blanco sucio con manchas negras. Pequeño, algo ronco, en apariencia inocente. Dos o tres veces me di vuelta bruscamente y lo pesqué en medio del gesto que menos tolero a un perro, el de la traición. El hocico a pocos centímetros de mi tobillo, mi frenada, mi vuelta sobre él con aires de autoridad, su declaración de guerra y repetir el movimiento hasta haberme alejado, no sin previo constatar que no se moviese de la puerta que le toca cuidar.
Ayer igual. Sólo que ayer me cansé de él. Ayer me dije: voy a terminar con este perro. La cuadra es mía. Mía y de todos los seres humanos de buena voluntad que la caminamos, no de un perro sucio privado de un domicilio más acogedor. De modo que sopesé nuestros tamaños y me imaginé que una buena patada en el morro puede dejarlo groggy, pero en cualquier caso necesitaré de una segunda que lo disuada de una revancha, y de una tercera por si todavía le quedan ganas, y una cuarta, una quinta, en fin, tengo ganas de matarlo y mi poca paciencia ha llegado a su fin.
Preferiría actuar con cautela, adoptar los recaudos que uso con todo el mundo, agotar las instancias del diálogo e incluso, en última instancia, reservar las gestiones belicosas para cuando no quede otro remedio. Tengo los bolsillos llenos de piedras. Anoche, a última hora, me aseguré de que, no muy lejos de la puerta que custodia el perro, haya un garrote. Por las dudas. Tal vez las patadas no sean suficientes.

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