Jade May Hoey

1974-2004

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10.11.06

Los planes

Todas las mañanas viene una chica a limpiar. Ella tiene un plan. Aunque tal vez tenga dos: uno de bienestar social, que supuestamente supervisa una señorona de mucho lente, de mucho collarcito, de mucho tapado de piel sabe dios de qué animal, de qué feo animal. Eso dicen. No la conozco más que por teléfono. Estamos a dos cuadras y media pero hablamos por teléfono. Yo hablo en mi carácter de y no tengo credenciales que presentar. Me basta decir que hablo de parte de la institución y ella me cree, o parece creerme, o tiene el tono justo para decirme sí, sí, y que yo le crea, más allá de que la respuesta que ella quiera darme sea no, no, sobre todo cuando llamo para quejarme de las cosas que hace esta chica. O de las que no hace, para mejor decir. Le pagamos para limpiar y no limpia. En realidad no soy yo el que le paga. Ni tampoco la institución. Le paga un organismo de nombre incierto que depende de la secretaría de bienestar social. La supervisora que parece decir sí, sí, cuando dice no, no, es la coordinadora de formación de recursos humanos. O algo por el estilo. Todo muy rimbombante y muy al tono con esa imagen que me han dado de ella, la del mucho anteojito, mucho collarcito, mucho tapado de piel de animal incierto. Los fondos han de ser provinciales o quién sabe si no son nacionales. Si fueran municipales estoy seguro que les darían otro uso. Cualquiera, no sé, obra pública, aunque tal vez mi percepción sea exagerada y no pueda hacerse gran cosa con la miseria que le pagan a esta chica a cambio de tan pobre tarea. Pero si es verdad lo que me cuentan, quizá tengan a mano un ejército de jovencitas de este estilo, que en otras partes es útil para cobrar el servicio de estacionamiento medido o para barrer las calles o para limpiar las escuelas, el edificio de la muncipalidad o incluso el nuestro, que no es gran cosa pero tiene tres o cuatro oficinas medianas. Cada una de ellas tiene un par de escritorios, algún que otro armario o fichero para carpetas colgantes y no mucho más, salvo la del jefe. Esa sólo tiene un escritorio, un par de macetas en el suelo y dos paredes llenas de fotografías enmarcadas. En una está el gober con los atributos del mando que le llaman, posando con pinta de estadista, en otra está el jefe a su lado y se nota que el gober le pasa la mano por detrás del hombro en un gesto paternal. Esas son las más grandes. Hay otras menores. Entrega de subsidios, obras en curso, el vivero de la chacra, los muchachos del equipito formados como si fueran profesionales: seis arriba, cinco abajo, tal que Obaldo es el penúltimo de los de abajo, el número diez, el que saca las papas del fuego cuando la bola viene cambiada. Pero eso era antes. Obaldo tenía más pelo y le quedaba bien. No tenía ese mechón que se implantó, única parte del proceso que fue capaz de soportar y que le valió ser el hazmerreír de todos. Antes. Cuando el equipo ganaba partidos. Ya no. Ahora los muchachos no están en condiciones de agacharse para que les hagan una foto parecida. Les quedaron los trofeos. Eso sí. El poco brillo que conservan resalta en la biblioteca del pasillo. Publicaciones que no interesan a nadie de entes que ya no existen. Ignotos ingenieros agronómicos firman artículos sobre plantas de nombre inversosímil. Revistas del sindicato. Todos los números. Del ochenta y cuatro para acá. Con la democracia el sindicato se paró. El compañero Jerónimo cuenta los últimos avances. Habla de jardines maternales en no sé dónde y de hoteles para turismo, pero yo les pregunté a los muchachos si alguno sabía algo y nada. Se encogen de hombros. No saben para qué sirven las 62. Mejor, pienso, estar almargen de todo eso. El otro plan lo da la mesa de enlace para la coordinación de los talleres formativos. También son ciento cincuenta pesos.

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