Jade May Hoey

1974-2004

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24.7.06

Recuerdo para Evaristo

Alguna vez fui un niño y como cualquier niño de barrio pobre tuve mi propio perro, al que bauticé en mi media lengua y al que todo el mundo, todo mi pequeño mundo, en adelante llamó por ese nombre. No guardo un gran recuerdo de esa época, no porque no hayan sucedido cosas interesantes, muy por el contrario, a veces me da por pensar que si hubo una época interesante en mi vida y en la de la gente que quiero, esa época fue aquélla, pero no, no tengo ningún recuerdo de esos incómodos que irrumpen en la sobremesa hogareña reclamando atención y urgente reedición corregida y aumentada, pero sí algún que otro sueño, cada vez más espaciado en relación al anterior, con lo que muy de a poco y sin que me lo haya propuesto previamente voy reconstruyendo esa parte de mi vida que me falta.

Tenía perro. Se llamaba Vincho. Me gustaba levantarme temprano para salir disparado de la cama y tocarle la puerta a mi tía Reina, a la que no casualmente le encantaba darle al ojo y después hacer un par de metros más y tocar la puerta de don Antonio que sí, siendo las ocho, las ocho y media, no sólo ya estaba levantado sino que ya se había bajado la primera pava de mates del día. Yo tenía tres años, cuatro, me la rebuscaba bastante bien con el idioma pero no dejaba de ser un petiso molesto; él, tal vez prudente por viejo pero seguramente viejo por prudente, me trataba con distancia. Cómo anda amigo, me decía, y ahí nomás yo lo ponía al corriente de mis novedades, las que no serían demasiado graves. Me imagino que le habré contado que ya estaba un poco cansado de usar ese poncho que me quedaba grande y que mi perro me hacía renegar, que no se dejaba poner un pullover el muy malandra, y con el frío que hacía. El ponía la segunda pava y calculo que se saldría de la vaina por hacer que yo fuese lo bastante grande como para acompañarlo con el mate.

Después estaba el Evaristo, que era su sobrino, mucho más joven, por supuesto, pero con el pelo mayormente blanco, incluso en el bigote, lo que le daba a su rostro un aspecto huesudo que poco tenía que ver con la juventud. Yo iba poco a su casa pero él venía siempre a la mía, venía a la tarde, cuando papá salía de trabajar y traía un arsenal de golosinas que alteraba las ya bastante belicosas relaciones con mi hermana.

Un día supe que Evaristo había muerto, que era muy joven, apenas 32 años, eso decían mis mayores pero yo no tenía demasiado en claro qué era eso de morirse. Te vas, decía mamá, te vas al cielo. Yo no salía de mi asombro, tantas cosas había en la tierra, quiero decir: está bien que el barrio era modesto, las calles de tierra, no teníamos otra agua que la que el camión nos dejaba una vez a la semana, pero irse allá, qué extraño. Además, cómo, en qué colectivo. Te vas, decía me mamá, una nube te viene a buscar.
Y así yo me la pasé varias tardes mirando hacia el cielo, tratando de encontrar el medio de locomoción que se llevó a Evaristo y un día vi una nube que tenía una forma bastante parecida a su cara. Que su pelo y su bigote hubiesen sido blancos favoreció bastante las cosas.

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