Jade May Hoey

1974-2004

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28.4.06

quillí

Me escapé, como todos los días, antes de hora, quizás un poco porque se trata de un viernes que antecede a un fin de semana largo. El lunes es el día del burro de carga así que yo y otros como yo nos quedaremos en casa, sin saber lo que hacer después de que el cuerpo decida despertarse incluso contra la voluntad del reloj reducido para la ocasión a un simple tic tac. Protegí el lugar que a capa y espada me gané en la fila para volver a casa. Para asegurarme un lugar entre los escogidos para ir sentados caminé un par de cuadras adicionales y ya estaban allí dos o tres que habían abandonado su trinchera un par de minutos antes de la hora señalada. Pensarían lo mismo que yo, puedo imaginarlo, lo leo en sus caras y también en el gesto con el que protegen su sitio en la fila. Llegan otros. Alguien pregunta algo. Sí, por ruta 25, pero en realidad mucho no me importa porque por ruta 7 también llego a casa.
Mi lugar es sobre la derecha, contra la ventanilla. Un instante antes de subir me propuse ir del lado izquierdo, donde pegase un poco menos el sol de este jovenzuelo descarriado que es el invierno, que de a ratos tiende a llevarnos la contra a quienes cargamos camperones, poleras y bufandas y le da por brilla a toda potencia. Entonces las mejillas enrojecen, los ánimos se caldean, los cuerpos permeables a esa hostilidad quieren reñir los unos con los otros. Pero no. Yo soy bicho de costumbre. Yo me siento sobre la derecha. Yo ocupo mi lugar en la cuarta hilera. Contra la ventanilla del lado del sol.
Y lo hago así porque me gusta ver la cara de los otros pasajeros que van subiendo, no esas caras en estado de alerta que se ven arriba, mientras buscan un sitio donde poner el culo sino las que se ven abajo, protegidos por la garita, expectantes, gastándose bromas, felicitándose, creo escucharlos, por el inminente día internacional del burro de carga. Los veo cada día y por si tocase quedarme ciego en breve apunto de cada cual todas sus notas. Una chica de culo grande y cara de susto, que siempre sube primero, la que se recoge el pelo en media cola, el jovencito despeinado que anda todo el año de mocasines, la de lentes que se cubre las tetas con un cuaderno o dos y la cartera, la gorda de rulos que con este calor malparido se vuelve una maldición para quien viaje sentado al lado de una butaca vacía, y una más, una flaquita de rasgos indios, los labios pintados de un rojo trabado en alianza con el negro. Es nueva, es decir, es otra más de las que ha reclutado el régimen. No sé nada de ella, nada más de lo que me imagino con sólo verla aguardar al suyo, en la garita, última en la fila, los ojos negros perdidos en el fondo de la calle, sordos al cotilleo de los otros.
Será, quizá, la flamante secretaria de uno de los tantos putañeros del régimen. En tal caso me extraña que él mismo, -cigarro apretado entre los dientes, celular de manos libres que no para de sonar- no se encargue de llevarla hasta la puerta de su casa. O una cuadra antes. Pero quizá también él se esté cuidando de su mujer, de los comentarios de las otras ratas con las que comparte oficina -las apariencias, un divorcio a medio cerrar, la lengua no se cansa nunca- y opte por portarse bien y reserve para la indiecita un rato por las tardes. Capaz que espera a alguien, a un novio, un esposo, un primo que la pasa a buscar en auto y sólo se refugia en la garita para no estar desamparada y son los otros los que le hacen el vacío. O a lo mejor, y he aquí la más descabellada de las hipótesis, ella no le deba nada a nadie, haga sus cosas como dios manda y se vaya a su casa.
No lo sé.

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