Esta hora, la de los vientos fuertes que no van a ninguna parte, es también la hora de los labios resecos. El cuerpo que está acostumbrado al tránsito de estación en estación resiste absorto a la realidad que le pasa por encima como un auto a toda velocidad a un perro rengo que nadie llora. También es cierto que se trata nada más de una temporada y que la gracia reside en saber sobrellevarla con dignidad pero de pesares indignos y poco llevaderos saben demasiado los dueños (esclavos sería incluso mejor) de espíritus poco perseverantes. El sabio soporta con hidalguía los embates. El ruin no tiene con qué y ahí nomás muestra la hilacha. Los labios se le parten y en los momentos que toman para sí la inquietud o el aburrimiento, hinca diente sobre labio, forma tenaza y desprende de a uno los jirones de piel inútil. Detrás de esa película, la carne viva, la que arderá al contacto con la taza de té caliente o la cerveza helada. Y ante el espejo es la contemplación de la falsa quietud de la sangre enhomecida de los labios partidos y un tirón más para perfeccionar la obra y arrancar lo que aún quede en pie de la vieja acrópolis y el abatimiento con gusto a texto interrupto. |
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Pero entre ardores, quemazones y molestias varias, el instante exacto en que el diente corta por fin el trocito de piel es tan placentero.
Oh no! Alguien que me entiende!