 Una vez, en mis tiempos de vida licenciosa, aproveché los bríos de una borrachera que habían calado hondo en mis compañeros de juerga y metí mano en la cartera de una desconocida. En esa ocasión necesité de una complicidad femenina. A mi compañera en la hazaña no le caía del todo bien esa morocha rotunda que coqueteaba con su primo y se dejaba abrazar por todos. La comprendo perfectamente: la falda que llevaba era de escándalo. No encontramos nada de otro mundo ni mucho menos. Curiosamente, por aquellos días también espié una correspondencia que no era dirigida a mí sino a un amigo con el que emprendíamos un proyecto ambicioso que se esfumó al cabo de un año. Esa vez, él me había invitado a paliar mis horas de aburrimiento con algunos correos que tenía impresos. Tonterías que se pretenden cómicas de esas que a carradas transitan por la web. Para mi sorpresa, entre los destinatarios del reenvío estaba yo mismo, sólo que a mi dirección electrónica le sobraba un punto ar. La curiosidad me llevó a la carpeta Enviados de Outolook express y entre tantos correos estúpidos di con uno que resultó un guadañazo que me despojó de la piel y buena parte de mis vísceras. Una amiga incapaz de seguirme en el derrotero que me llevó a cambiar seis veces de domicilio en un breve lapso le contaba a mi camarada su preocupación por mí. Ella no lo conocía. El no le respondió y tan sólo cumplió con el reenvío a mi domicilio fantasma. Che, me llegó esto de una mina, ¿la conocés?, escribió con alguna molestia. La breve carta estaba escrita toda en mayúsculas y alternaba el vos con el usted. ¿Sintió alguna vez que un amigo al que querés mucho y pasa el tiempo sin saber nada? Es horrible. El sábado siguiente, creo recordarlo, no tuve piedad de mí ni de la morocha rotunda. |
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