Jade May Hoey

1974-2004

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13.3.06

Del otoño como una avalancha

Algún día ejecutaré una decisión que llevo meditando muchos años ya. Seré buena persona, qué tanto. Después de todo quién es el que sale perjudicado por mi maldita costumbre de saludar sólo a aquellas personas que me caen en gracia, que en general son tan ratas como yo y lejos están de ostentar alguna ventaja que pueda a mí tocarme en suerte, sea por vecindad, sea por derrame.
Para ese día tengo algo reservado, algo muy especial, ya lo verán.
Dejaré a un costado, aunque de sobra lo merezca, el desprecio que ayer y hoy profesé por Goyo. Buen tipo, al menos según lo que me contaban las malas lenguas en los tiempos en que prestaba servicios en otra parte. Y de esa otra parte me llegaban malos comentarios del tipo "si allá lo quieren tanto, por qué no se lo llevan".
En mi inocencia, siempre creí que a los tipos no queridos pronto les daban el olivo, pero cuando me convertí en traidor, y de esto no hace tanto, comprobé que precisamente por esa causa seguiría yo ganándome el sustento.
Hasta que un buen día lo mandaron con nosotros. Ya pisaba los sesenta y de él se decían una sarta de barbaridades, una menos creíble que la otra. La que más he disfrutado es una que le atribuyen haber estudiado junto a su única hija, todas y cada una de las asignaturas de una carrera de aquellas. Sólo faltó que se presentase él mismo a los exámenes y que lo calificarán con las notas más destacadas. En una de esas, y si tocaba año par, se llevaba la medalla de oro.
Yo sé que eso es una mentira del tamaño del glaciar Perito Moreno (4 kilómetros de frente por 30 de fondo) porque nadie, absolutamente nadie lee a Popper si no tiene a la vista un examen. Y a veces ni así.
Ya entre nosotros, me acostumbré a verlo deambular en los pasillos con gesto desorientado, como si no se acostumbrase a este conventillo devenido templo laberintíco de oficinas, siempre con el suéter sobre los hombros aunque afuera hiciese un calor que jaqueara la solidez del pavimento y si nunca lo saludé es por ese único motivo: nunca saludaría a un señor que se pasee con el suéter sobre los hombros sin tomar la precaución de reunir los extremos sobre el pecho, no con un nudo, sino tejiendo esa alianza que se estila con las medias para no perder el par, que es lo que yo hago y cualquier persona civilizada.
Hoy que ya es otoño, y por primera vez lo he visto con el suéter puesto conforme a las generales de la ley, pude haberlo saludado, pero algo me detuvo, no sé bien qué pero todos los dedos índices señalan a un capricho de adolescente.
Sin embargo, puede que mañana lo salude. Necesito probarme a mí mismo que puedo ser bueno.

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