Jade May Hoey

1974-2004

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4.1.06

Otro sueño realizado
[Estelita Raval: tomá de acá]

[Es una pena que no se me haya cumplido el sueño de que revientes como un sapo, pero no cantes victoria: de la fábrica de chorizos no te salvás, desecho porcino, pero, sin rencores, che, de onda vaya este postito para Estela Raval que lo ve con tan buena resolución]
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Hace un poco más de diez años estuve demorado en la comisaría por averiguación de antecedentes. Fue la última vez que pisé una, fuera de las que son de práctica estrictamente burocrática, por caso que me sellen el documento para justificar mi ausencia en algún acto comicial.
¿Me creerán ustedes si les digo que vivo en un país tan pero tan atrasado que el voto es obligatorio? Sí, claro que nadie dice que no votar sea una cosa posmoderna; al contrario data del medioevo esta restricción estúpida a las libertades individuales que consiste en obligar a todas las personas mayores de 18 años a elegir, como si en verdad no elegir no fuese también una forma de expresión.
Así las cosas, viviendo en un país atrasado, podrán imaginarse que no es motivo de placer pisar una comisaría y mucho menos la de mi barrio. La segunda, como cariñosamente le llamamos los habitués y los cronistas policiales, a pesar de quedar muy cerca de mi casa, está muy mal ubicada. Tiene enfrente una escuela y linda con el predio de un supermercado, que no será todo lo grande que se acostumbra en las capitales, pero causa no pocas molestias de tránsito.
De movida nomás, para entrar hay que superar una primera guardia que es bastante hostil. Un perro, posiblemente sarnoso y posiblemente alimentado por los guardianes del orden, suele acostarse, sobre todo cuando viene bajando el solcito de la tarde, lo más choto y a sus anchas, de lado a lado de la puerta que, para colmo de males, es de una sola hoja. Y digo esto no ya pensando en las necesidades de la comisaría sino en las mías personales: es un dispendio de energía y una amenaza latente para mi integridad física que ese perro esté ahí.
Otro inconveniente es que usan esa puerta solamente. Quiero decir: me imagino que habrá otras puertas, o al menos una que comunique al patio donde estacionan los patrulleros, pero en verdad no me consta. Una vez, en mis años de adolescente, y estando esa vez demorado por razones de ebriedad, le pedí a un canuto que me mostrará las instalaciones. Los tur son a la tarde, che, pero para vo capá que hagamo una ececión, me dijo con acento litoraleño. Es que como si no tuviésemos negros suficientes acá los importamos del norte. Supongo que ha de ser una cuestión de predisposición genética. Los negros de acá tienden de por sí al choreo y las muy contadas excepciones autóctonas que se cuentan en la fuerza se me hace que son infiltrados. No lo sé, pero si me pongo en campaña me entero rapidito.
El caso es que aquélla vez, la última en que anduve por la segunda por razones profesionales, fue apenas un pecado de juventud. Estaba en realidad cagado de hambre porque con un sueldo de docente acá no se vive y qué mierda puede hacer un licenciado en letras sino dar clases o robar. Pues bien, la docencia me aseguraba un ingreso mínimo y el choreo me permitía tener lo que yo llamaba un fondo de nivelación. Uno nunca sabe, por caso, cuando se va a enfermar y para esas eventualidades o para algún lujo nada suntuoso como ir alguna vez al cine o comer una pizza como dios manda, tenía un fajito de billetes fondeado en el ropero.
Con Julio y con Mariano, un par de truncos hombres de letras, fundamos una pyme. Por las noches salíamos a robar nafta a los autos estacionados a la intemperie para venderla del otro lado del paralelo 42, donde el precio es bastante más elevado. Nos movíamos en un Renault 12 y si pintaba robar algo que no fuese nafta, también lo hacíamos, con tal que no aumentasen demasiado los riesgos porque, después de todo, el circo naftero lo teníamos bien armado, en cambio, yo qué sé, colocar en el mercado un kit de herramientas de jardín nos resultaba mucho más bravo.
En una de esas noches tuvimos la mala suerte de pinchar una cubierta. Era en la calle Gales casi llegando a Sarmiento, frente a una casa con rejas verdes sin perro a la vista. No era nuestro negocio pero tampoco nos íbamos a quedar a pata así como así. El santo patrono de los ladrones nos tendió su mano. Justo había un Renault 12 bastante flojo de chapa, es decir que ni por puta iba a tener alarma. Entonces era cosa de levantarlo y sacar la rueda. Eso hicimos, pero a Julio se le fue la mano en el samaritanismo y sugirió que en vez de dejarlo en llanta le dejáramos nuestra goma inútil. La cosa no daba para parlamentar demasiado. Pum, dejamos la nuestra y rajamos, pero con los valiosos minutos que perdimos con el percance, no era para asombrarse que un vecino nos denunciase y que la cana nos arme un cerrojo como si supieran hacer cerrojos, negros de mierda.
Esa fue la última vez y con gusto la hubiese echado al olvido, porque ya nos veníamos viejos y no daba para seguir con el negocio. Había que hacerle una reingeniería a la empresa, digamos conseguir otros que hicieran el trabajo nocturno por nosotros, pero no es cosa fácil confiar en un ladrón que uno no conoce, así que ése fue el fin de la sociedad.
Con mis ahorros arreglé el garaje, total ni auto tenía. Me armé una buena biblioteca y puse muebles de roble. El proyecto nuevo ya estaba en marcha: un taller literario. En la medida en que le puede ir bien a alguien que se la transpira, puede decirse que prosperé. Tengo casi veinte alumnos.
Uno de ellos, en la clase de ayer, leyó un cuento brillante sobre la noche aquella en que un personaje que hacía las veces de padre del narrador, muerto de risa, le contaba la historia de los ladrones que le robaron una cubierta del Renault 12 y le dejaron otra que estaba hecha moco.
Lo encomié de arriba abajo y pedí un aplauso para su imaginación.
Mojones que uno va dejando atrás, sueños que se realizan.

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