Jade May Hoey

1974-2004

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22.12.05

Derivas de la medio mediana liviana/2

Anoche volví a leer el mamotreto. Para afirmar mi seguridad, desprecié lo que guardé como archivo y me bajé de nuevo los textos. Son exactamente los mismos. Ni una sola corrección.
Digo yo: tomarse seis meses para escribir un trabajo y no una mañana para revisar la ortografía habla bastante mal de quien lo escribe.
Quitando del medio los errores ortográficos, lo que más repite el crítico a lo largo de los interminables 42 kilómetros ciento noventa y cinco metros de perorata es su desconcierto ante el objeto de estudio: como un alumno atorrante que no estudió la lección, o al menos no lo ha hecho con la entrega que se espera de él, el crítico da vueltas y vueltas, preguntándose ¿es esto la literatura?. Pero siendo éste un objeto que no se ofrece manso al que no es baqueano, no cabría esperar una respuesta afirmativa o negativa, sino un tal vez sí. Tiremos la pelota afuera que nos cascotean el rancho.
Por fortuna, Joyce no está entre los antologados, sino cabe presumir que se quejaría de las frases demasiado largas o de la mezcolanza de idiomas que no es salvada con una nota al pie o del desapego a las formas convencionales de la puntuación. Pero si estuviera, quizá se permitiría alguna digresión del tipo: conocí a James Joyce en un bar del barrio de Boedo en los tiempos en que yo escribía notas de color para una revista que seguía la campaña de San Lorenzo de Almagro. El tipo no hablaba con nadie, tomaba su café, leía el diario y por lo visto tenía un solo par de medias o por alguna razón nunca se las cambiaba.
Un vicio bastante difundido entre los periodistas es el creer que pueden abocarse a esclarecer cualquier tema en un santiamén, no importa qué tan complejo pueda resultar: da lo mismo si hablamos de dopaje en el mundo del tenis, del régimen de quiebras para entidades culturales, de eutanasia o de la costumbre femenina de usar calzones rosas en la fiesta de nochebuena.
Tal vez, y con un poco de imaginación, yo o cualquiera de ustedes, redactaría un buen artículo referente a los calzones rosas. Pero yo no podría referirme sin rigor a la eutanasia. ¿Podría hacerlo basándome sólo en mi sano juicio, en lo que a mí me gusta calificar como sensatez? Sí, probablemente, y saldría un esperpento desabrido cuyo mayor logro sería hacerle perder el tiempo al que se tome el trabajo de leerlo.
Yo no compro la ingenuidad que vende Quintín. De movida nomás declaró:
En el prólogo, el compilador Maximiliano Tomas afirma que esta generación, a la que no asfixian sus mayores, es “literariamente la más libre que ha exisitido(*) hasta hoy”. El enunciado permite pensar que esa libertad se extiende a la influencia de la propia generación, por lo que estos escritores, o al menos los relatos incluidos en la selección, deben —y merecen— ser juzgados de a uno y no como la producción de una tribu […]

(*) Esta y similares erratas florecen a diestra y siniestra.
Esto luce ingenuo si se lo compara con la denunciada endogamia de gran parte de los narradores que integran la antología. Pero repitamos la proeza, atrevámonos a leer nuevamente el texto de corrido, ¿la secuencia del descarrilamiento no les recuerda la tiranía de la ley de gravedad? Así a nadie asombraría, y nuestro morbo pide a gritos ser satisfecho, que las futuras deposiciones nos revelen quién se acuesta con cuál, tal la senda que ya anduvo Guillermito Martinez. Después de todo, esta novelita ya ha tenido su componente político (me gusta cuando se declara progresista herido por un narrador desbocado) social (descartando por ligero el argumento que un narrador postula como causa de la injusticia en el mercado del trabajo), policial (describiendo la persecución por todo google de un sujeto catalogable como el secuestrador de la nueva literatura argentina), humorística (cortando el ritmo de la prosa con los consabidos “eso me recuerda el chiste del gallego y los supositorios”) y sólo nos falta una vuelta de tuerca romántica.
Yo creo que se impone hacer una lectura más profunda del fenómeno.
La cultura del mesianismo es algo que ha alimentado y sigue alimentando nuestros libros de historia. La figura del outsider, como intelectual independiente, ajeno a los vicios que reproduce la academia en su rol de factoría, tal vez sea el modo en que el mundillo literario emula a la política. ¿No fue éste el país que creyó que Daniel Scioli fue alguna vez campeón de algo? La infeliz consecuencia de haber acogido con una candidez casi primaria a un advenedizo, el haber exagerado sus hazañas, el haberlo catapultado a la condición de modelo de algo, lo verdaderamente imperdonable, está a la vista de todos.

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