Asincrónica
Soy un empleado más que malo. Destino la mayor parte del tiempo a la conjetura sobre aspectos que poco y nada tienen que ver con la tarea que se me ha confiado, distraigo la atención de mis vecinos de mi escritorio, suelo reírme con sonorísimas carcajadas, sobreactúo iracundias, malatiendo a los que por algún error llaman al interno dos treinta y uno, cuando preparo mate es para no cebarle a nadie y así ad infinitum. Eso inexorablemente se traslada a mis conductas como patrono. Sí, ya sé, todos ustedes saben, no me da el cuero ni para contratar una mina que me limpie el bulo, que levante las cosas que voy dejando tiradas para acomodarlas en el sitio que les corresponda y a tal punto ha llegado la crisis que ya reduje al mínimo posible los gastos en la tintorería. Pero no vayan a creer que por eso estoy desdeñado lo poco de glamour que se ha quedado en mí como un virus residente. Ni eso ni mucho menos, y en este punto es oportuno que aclare que el galmour, como la nobleza, es algo que exige mucho más de lo que da. Así las cosas, hay rutinas de las que no me privo ni aunque caigan del cielo bigornias de punta. Por caso, dormir en bolas desde setiembre en adelante. En bolas y con la ventana abierta. En bolas, con la ventana abierta y con la persiana levantada. Eso merece una explicación. La ventana de mi cuarto da al poniente. Por disposición de la corona, de octubre a abril debo ajustarme a un horario de oficina que me obliga a levantarme a las cinco de la mañana. Quien tiene la mala costumbre, como yo, de tomarse una copita de vino con la cena, sabe que estoy hablando de una proeza sin parangón, que no es valorada como tal más que nada la cotidianidad que conlleva. Entonces no hay artimaña suficiente para ser puntual con mi mandante. En esa virtud, a las conocidas trampas para ratones que todo el mundo usa, debo agregarle la persiana alta. Si en mis sueños viajo en moto, seguramente a la hora señalada me toparé con un camión de frente que me encandila o en un cuarto cerrado seré apremiado por un policía inquisidor linterna en mano. El quid de la cuestión es que este año no hubo primavera. Así como lo leen. Los habitantes de la patagonia atlántica oramos cada día por la irrupción virulenta del estío porque estamos de la gorra con esta fresca interminable. Y es allí donde se asientan mis temores. De la media docena de frazadas que constituyen la ración invernal, es menester pasar a no más de dos o tres durante setiembre. Para evitar los inevitables resfríos, se recomienda un desfrazado gradual. Claro que ese gradualismo debería acompañar un gradualismo meteorológico que este año ha estado ausente. Ya pasamos la mitad de diciembre y estoy tapado con dos de las más pesadas. La impertinencia del alba me despertó antes de las cinco y dubité buena parte de los veinte minutos que siguieron: ¿me levanto por una frazada más?, en caso afirmativo, ¿podré levantarme después?. No, me quedo en la cama pero doy vueltas y vueltas y pienso ¿voy a trabajar?, en caso afirmativo, ¿voy ahora o me tomo una horita más? Imposible no pensar en la fidelidad de las frazadas. En una casa normal ya estarían de vacaciones, pero a juzgar por la creciente conflictividad laboral, si no se me declaran en huelga, les pasa raspando. |
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