Jade May Hoey

1974-2004

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13.10.05

Los intravagantes

Me habló tanto de ella que no hizo falta que me la presentase. Simplemente era. En el aula más poblada que pudiera imaginarme hubiese bastado que me ponga a rastrear entre todas las caras una que tuviese a la vez ojos de poilla, nariz como aceituna y carnosos los labios. Depurada la lista la cosa se reducía a elegir a la que vistiera su elegancia de columna erguida y falda. Encontrar aquellos ojos fue también entender que él a menudo mencionaba mi nombre y durante aquellos años de forzada convivencia lo más probable es que yo haya quedado como un idiota. Lo mismo dice M. -pese a todo nos llamábamos por el apellido-, no sabés, en vez de ponerse a estudiar, que es lo que siempre le pido, se la pasa transcribiendo un librito que le prestaron, ¡párrafos enteros le soporto!, qué tipo, sólo a él se le ocurre que eso pueda interesarme. La gringuita es lo más, decía de este lado del espejo, y yo pensaba, aunque me cuidaba de mencionarlo en su presencia, que para los cabezas casi todas resultan gringas, después de todo ella sería, con mucho entusiasmo, descendiente de húngaros, o algo así. Manías que a uno se le pegan. Papá siempre me decía de qué origen eran los apellidos más disparatados. Yo me hacía ilusiones con eso, tal vez me imaginaba que pronto aprendería muchos idiomas y con eso me crecerían ramas para irme lejos. Hoy se le escapó, me dijo que me quería, y había que verlo, se ruborizaba al contarlo. Claro que yo ni me preocupaba en creerle. Me la pintaba demasiado hermosa como para darle bola a un tipo así. Esas cosas tiene la amistad. Derriba los muros de contención y a poco de andar se está a media cuadra de la repugnancia. Y cantamos canciones, le gusta mucho Calamaro, decía y manoteaba la guitarra. Cuánto quería a ese pedazo de madera ¡y el ruido que metía! El tipo perfecto que le toca a los cristianos de mala suerte en los viajes de larga distancia, el que duerme abrazado a la guitarra. Nunca me tocó algo así pero he visto a gente en ese trance y menuda la rabieta que el infeliz en desgracia apretaba entre labios y dientes. No se daba cuenta que ya pisábamos los treinta, parecía un chico. Cuando sea grande voy a estudiar música. No sabés cuánto te lo va a agradecer tu guitarra, lo provocaba yo. Ya vas a ver, me voy a cagar de risa de vos, M., de vos y de unos cuantos más, ni en esta vas a tener la exclusiva, y abandonaba la viola para volver a abrazar en palabras a la gringuita. Al rato se hizo la arrepentida, pero no le creí, yo conozco esos ojitos. Babeaba. Lo triste fue que después de verla no me atreví a comentarle: yo te sé de vos, soy amigo de C. Capaz que a la loca le daba vergüenza su amiguito baboso, pero bien que lo cebaba. No sé, se me hace que lo que me sujetaba era el hecho de saberme dibujado por una mano a la que le faltaban dedos. Y la vi muchas veces más, incluso ya alejado para siempre de C., y tampoco le dije nada. Me limité a verla, siempre sola, siempre cortejada por algún otro ser babeante al que no terminaba de quitarse de encima. Y en secreto me sentí mal. Pensaba que debería permitirme ser un poquito más extravagante, ser más hacia afuera, pero hay tipos que venimos enrevesados. Nos crecen brazos y piernas y ojos hacia adentro y del lado de afuera nos quedan los chinchulines. Los intravagantes, les llamo yo. Los que no pueden calentarse con una mina sin que se les note la alta concentración de lactosa en la producción del fluido seminal, o fumar sin que a otro se le retuerzan las tripas de ver cómo avanza la mancha sobre el pulmón. Dicho así no hay motivo para asombrarse. Ni ella es tonta ni yo valiente. Entonces mirarla pasar es suficiente para que yo vea desfilar el fierro de un asador del que cuelgan sus dos costillares. Allá cae la grasita y acá mi baba. Y empiezo a entender a C..

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