Jade May Hoey

1974-2004

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27.10.05

La vestimenta de un demorado silencio

[Texto a aparecer en el número de noviembre de Resartus, revista de cultura y afines, de Puerto Madryn. Agradezco a la gentileza de Gabriela Cortese la posibilidad de publicarlo aquí, a modo de anticipo y en exclusiva]

La primera certeza es que a Jorge Mayer es más sencillo encontrarlo en internet –en Et in Arcadia ego, su weblog– que en su propia casa. La segunda es que parece odiar que le hagan preguntas.
Dice de él que es un clandestino, que aprendió a leer antes de ir a la escuela, que cuando se hacía la rata se escondía en la biblioteca, que el mejor libro que leyó en su vida fue uno que robó a los 14 años, que éste es el primer reportaje que le hacen.
¿Qué es más importante en tu vida: casarte, graduarte, escribir un libro?
Ninguna de esas cosas es tan importante como vivir. Uno vive, yo al menos vivo, para edificar amores, darle musculatura a mi formación, escribir. Y como eso tantas otras cosas. Sencillamente sucede, por esas cosas que se instalan en lo estúpido del imaginario colectivo, que sólo son importantes los hitos. Recibir un diploma es cosa buena para juntarse a comer canapés, pero infinitamente mejor es dar un sábado a la noche, cuando todo el mundo está drogado, borracho o dormido, con la ganzúa que desbarate el artículo 48 de la ley de quiebras. Eso es lo glorioso. Del mismo modo, un libro es un corte imaginario que le interesa a algún que otro lector que eventualmente exista. Es como cumplir años, los días son iguales, los anteriores, los posteriores, incluso ese mismo día en que nos juntamos a comer canapés. Pero, al menos desde el sitio en que yo concibo la escritura, un libro se parece mucho a un hijo. Se trata del proceso, no del resultado. La gracia es conseguir la mina, convencerla, convencerse, el escrúpulo que se pone a la hora de hacerle el amor, de soportarle los antojos cuando está embarazada, en sonreír porque el cachorro consigue decir algo y renegar porque no quiere dejar los pañales, en prepararse para el día en que no esté más. Porque es así. El libro, una vez que se abrocharon todas las páginas, se va para siempre. Es de todos, menos de el que lo parió.
Entonces, ¿qué es la obra, qué es el autor?
La obra es el fluir. El autor no es nada. Un tipo que a mí me parece un sabio y al que nadie le da mayor importancia fue Felisberto Hernández. El, entre sus primeros libros, tiene uno que no es gran cosa desde lo literario más que en su título, Libro sin tapas. Según cuentan ese nombre no fue buscado sino encontrado. Eran un montón de hojitas reunidas que ni tapa tenían, la búsqueda de un aficionado que se daba a conocer más por el entusiasmo de sus amigos que por el propio interés de publicar. También creía que era una estupidez que existan engendros como el premio Nobel. Proponía otra cosa que forrar en guita a un escritor y a la vez convertirlo en referente político. Eso mata a los escritores. Mucho más sano sería que el premio fuese secreto hasta la muerte del premiado y con esa plata crear un fondo para estudiar y difundir su obra. Se trata, creo yo, de preservar ese fluir hasta las últimas consecuencias y desconfiar de los escritores profesionales, por llamar de algún modo a los que viven más de su nombre que de lo que escriben.
¿Con ese planteo no te oponés más a los nombres que a los autores?
Hay una pequeña conexión entre unos y otros. Si yo no firmase con mi nombre, esta nota se la hubieses hecho a un sujeto al azar. Pero, al mismo tiempo, la literatura con mayúsculas es un gran libro sin autor, sin comienzo, sin final. Cada uno le aporta su cuartilla y el tiempo se encarga de limar los nombres que nosotros hoy podamos grabar en bronce. De todos modos, también publico anónimamente, lo que me ha servido para corroborar que algún lector prefiere las tapas al libro. Le gusta el texto sin firma pero basta que lea mi nombre para que le dé un ataque de caspa. Puede que también haya casos inversos, pero no tengo modo de enterarme (risas).
¿Qué puntos de contacto encontrás entre tu trabajo cotidiano y la escritura?
Si digo ninguno a la vez estaría diciendo todas, ¿no? Contar historias es también una actividad de registro, como la contabilidad. Se recuenta, se clasifica, se ordena, se resume de acuerdo a un estatuto que a priori no existe. La construcción de una poética se parece un poco a diseñar al tanteo un plan de cuentas. Los nombres, los agrupamientos, el escalafón, son provisorios. Sólo después de desovillar el hilo se sabe cuán largo es.
¿Lo patagónico es una marca de tus textos?
No tengo la menor idea. Aquí todo tarda un poco más en llegar, tal vez eso me ha dado otro tempo y a su vez eso haya forjado cierto pintoresquismo barroco, pero en el fondo no es más que la vestimenta de un demorado silencio. Ser tan poca cosa dentro de la vastedad del territorio me ha servido para ser clandestino y alimentar a la escritura sólo con escritura. No sé lo que sea, pero eso me conforta. Pero los lugares son sólo fetiches. La palabra es de ninguna parte.
En pleno auge de la parafernalia multimedia, cuando hay quien avizora el fin de la novela, ¿cuál es el sentido de escribir?
Uno de mis personajes, Lauti Dos Passos, dice por ahí “la historia la escriben los que escriben”. A pesar de tratarse del exabrubto temerario en boca de un bravucón, suscribo esa frase.

Comments on "La vestimenta de un demorado silencio"

 

Blogger Legabal said ... (28/10/05 21:14) : 

Muy interesante.Un tema complejo el de Rennes..et in arcadia ego...Te leo másdespacio.

 

Blogger Tino Hargén said ... (28/10/05 22:41) : 

"la historia la escriben los que escriben"

epaaaaaaaa...........

 

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