Jade May Hoey

1974-2004

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7.10.05

La pastillita

Solíamos reñir con derroche, bebiendo todo cuanto había en las vasijas y tirándonos con ellas por la cabeza. Algún día, un brote, esas cosas que ni ella ni yo sabemos definir con precisión, esos mecanismos invisibles que hacen a la afinación de nuestras frecuencias, qué sé yo, algo, nos dictó que era tiempo de empezar a enredarnos en pactos. Fuimos, seguimos siendo, los más creativos en lo nuestro. Nadie es testigo de ello, nadie que valga la pena, nadie que pueda contarlo, y es mejor así. Abruma el mundo con sus recetarios. Al mejor de los elementos que forjan nuestro confort no lo redime ni el manual de instrucciones ni el formulario que se completa para hacer valer la garantía. De eso también va el amor. No hay service para los desperfectos. A la menor complicación hay que meter mano urgente y nos cuesta más que ninguna otra cosa trabajar sin anestesia. Si por una vez me permitiese ser osado, anotaría esta vez que es la anestesia la que lo echa todo a cagar. Lo que bosta sea el amor es mejor que duela como si el hueso con un cuchillo de mesa nos tocasen. Entonces qué más da el precioso juego de copas que nos regalaron cuando nos casamos hecho todo añicos contra la alfombra ensangrentada. De algún modo había que comenzar de nuevo y cómo hacerlo sino llevándonos por delante lo más banal de lo que edificamos. Con qué jeta permitirnos ser corteses, piadosos, recatados. Que sea todo lo sanguíneo que deba ser o sino que sea una transacción mercantil. Entonces sí, quemadas todas las naves, enfurecidos hasta el llanto, llorados hasta el estrago, estragados hasta la furia, sí, un pacto, lo más nimio posible, trazado sobre alguna ley adolescente, capital, olvidada. La pastillita, dijo ella, tomate la pastillita, y en un segundo nos retorcíamos de risa como dos mendigos con la panza llena, risa de todo los dientes, risa de estruendo, risa que saque el esternón a la luz del día. La pastillita, dije yo, y al azar recogí de alguna caja de zapatos, una tableta de genioles, la gasa, el algodón y antes de comenzar a limpiarnos los destrozos, el cuerpo lacerado a diestra y siniestra, ya estábamos de nuevo con la panza llena de carcajadas que paraban la sangría, que nos cicatrizaban. El vecino se queja de nuestros ruidos y a mí me da por volver a torturarla. Tomo la cajita de flexicamin y se la pongo dentro de la boca. Al oído le leo el prospecto y la convido a rezar el credo de los caníbales.

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