Jade May Hoey

1974-2004

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17.10.05

Fuegos de Magdalena

Este fin de semana fallecieron víctimas de asfixia (quizá alguno incinerado pero no he querido ver el detalle de la noticia) 32 reclusos de la unidad penitenciaria federal de Magdalena.
Todavía no se conocen los motivos por los que estaban amotinados: poco hay de lógico en el hecho de que se rebelen precisamente los presos que están precisamente más próximos a recobrar la libertad. En efecto, el incendiado es el pabellón de "Autodisciplina" y corresponde a los tipos más sanos del penal,si es que pueda hablarse de tal categoría. Al menos se sabe que no pretenden meterse en problemas, ya han purgado la mayor parte de su condena y trabajan o estudian. Eso es lo extraño de que hayan estado envueltos en una reyerta carcelaria.
Sin embargo, por alguna misteriosa razón, en ese pabellón había 9 reclusos catalogados como "cachivaches", que es como se conoce en la jerga a los presos que ya no tienen remedio. Lo más sencillo es imaginar que fueron ellos los detonantes del alboroto en pos, siempre en plan de especulación, de hacerse de alguna provisión que tenían los buenos (que suelen no haber perdido del todo el favor de sus familias y amigos) o simplemente por romperles el culo o por el puro gusto de pelear. Estaban armados con elementos punzantes y bajo la ropa llevaban chalecos de protección armados con cartón de cajas tetra brick.
Se supone que todo fue una treta del director del pena para morigerar la sobrepoblación, lo que no es una cualidad que se ciña sobre este único establecimiento sino sobre todos los que se extienden a lo largo del país. Con un poco de revuelo, la prensa se acerca como moscas a la miel, en particular si los hechos suceden en vísperas de un acto electoral. O tal vez se tratase sólo de un modo de pelear por una más jugosa partida en el presupuesto federal. Treinta y dos muertos. Se le fue la mano.
No tengo en este momento ningún familiar que pase por el trance de estar privado de la libertad, pero con poco me basta para ponerme en los zapatos de esas madres que aguardaron todo el domingo que apareciese alguien que dé la lista oficial de muertos.
Hace unos pocos años, el pueblo fantasma en el que yo nací, quiero decir sus autoridades, la gente común, hacía marchas, firmaba petitorios, exigía en duros términos una respuesta, un remedio que ayudase a la economía local a salir de su estado comatoso. Entre las alternativas que se barajaban, como una ironía del destino, había una en particular que era rescatada por todos los actores del reclamo porque reunía a la vez dos recaudos cruciales: probada viabilidad técnica y fundada esperanza de un fuerte impacto económico. Querían mudar una unidad penitenciaria federal, la de Magdalena. Casualmente.

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